En esta primera columna mía de
2015 podría hablar de lo que nos espera: ilusiones e incertidumbres. Pero, para
ser franco, no quiero llover sobre mojado. Es un tema que los periodistas de
opinión no cesamos de abordar.
Si por una vez lanzáramos una
mirada al pasado, nos daríamos cuenta de un imperdonable olvido: el ahora
ignorado precio que han debido pagar nuestras Fuerzas Armadas en su lucha
contra la subversión. En muchas de las acciones militares hay héroes anónimos.
Lo he comprobado recientemente leyendo unas memorias escritas por el coronel
Hernán Mejía Gutiérrez en la soledad de su injusta reclusión. Primero en el
Putumayo y luego en el Cesar, departamentos azotados por las FARC y el ELN,
Mejía Gutiérrez fue enviado allí para enfrentarlos. Lo hizo con tal éxito que
en 1999 llegó a ser calificado como el mejor soldado de América.
La suya no fue una tarea fácil. A
veces, con menos efectivos que los de la guerrilla, tuvo que pagar un costo muy
alto para derrotarla. Logró siempre liberar poblaciones y rescatar
secuestrados. Pero, en muchas ocasiones, con un profundo dolor vio caer
oficiales y soldados que no dudaban en arriesgar su vida. Para ellos, dar la vida
por la patria no era una frase de discurso, sino un riesgo valerosamente
asumido en cada acción. El sacrificio de estos hombres solo era apreciado por
sus comandantes, compañeros y familiares. Las penurias vividas por ellos en la
profundidad de nuestras selvas o en las abruptas trochas de las cordilleras
nunca fueron conocidas por la mayoría de los colombianos. Tan solo nos
limitábamos a leer en la prensa la noticia de uno, dos o tres soldados muertos
en algún rincón del Cauca o de Nariño.
Hemos pasado por alto cifras
escalofriantes. Para citar solo algunas, debemos recordar que desde hace 35
años se han contado 32.000 militares muertos. Quedaron solas y abandonadas a su
suerte más de 13.600 viudas junto a 54.000 huérfanos. Sin olvidar el drama de
17.000 militares mutilados, muchos de ellos hoy inválidos, a causa de las
infames minas antipersonales.
En contraste con esta ignorada y
dolorosa realidad, lo que suele divulgarse con estrépito en los foros
internacionales va en desmedro de nuestras Fuerzas Armadas. Los “falsos
positivos”, por ejemplo. Sin duda, hubo casos demostrables de este atroz delito
en apartadas regiones, cuando oscuros oficiales, a quienes ante todo se les
exigían bajas para obtener un ascenso o un traslado, ultimaban a detenidos y
hasta mendigos para presentarlos como guerrilleros muertos en combate.
Tales extravíos, duramente
condenados por los altos mandos, dieron lugar a que los brazos políticos de las
FARC convirtieran en “falsos positivos” reales bajas sufridas por la guerrilla
en combate. Fue el primero de una serie de montajes de su guerra jurídica que,
con ayuda de falsos testigos y la ligereza o parcialidad de jueces o
magistrados, consiguieron la condena de las más prestantes figuras del Ejército
como los generales Arias Cabrales, Uscátegui, Rito Alejo del Río o los
coroneles Plazas Vega y Mejía Gutiérrez. Con iguales artificios, 15.000
oficiales, suboficiales y soldados se hallan detenidos y 3.000 de ellos
condenados.
Revelar la injusticia sufrida
puede traerle problemas a un militar. Le ocurrió al coronel Mejía Gutiérrez.
Luego de un par de artículos publicados en este diario y de un reportaje
concedido a la televisión, fue confinado en el distante y gélido Cantón de
Artillería y a personajes como el almirante Arango Bacci y la senadora Paola
Holguín no se les permitió visitarlo.
De esta manera, cuando el país
les debería una inmensa gratitud a sus Fuerzas Armadas, lo que vemos hoy es una
institución salpicada por toda clase de infundios y altamente desmoralizada por
los injustos castigos que padecen sus hombres más valiosos. Tengámoslo en
cuenta.
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