Lo de Rómulo Betancourt fue un
hecho real. No una alucinación paranoica. En la mañana del 24 de junio de 1960,
cuando se dirigía al Paseo Los Próceres, un carro bomba estalló en el momento
justo, impactó sobre el auto presidencial y lo dejó envuelto en llamas. Sin
embargo, para suerte del gran hombre del siglo XX, y de la democracia
venezolana naciente, el presidente salió con vida.
Por la noche, a través de la
televisión, Betancourt hizo una alocución transparente sobre su estado de
salud, la defensa de la democracia y no especuló sobre lo ocurrido –era un
hombre de Estado– a pesar de que las primeras dudas señalaban a la izquierda
marxista con la que mantenía un duro enfrentamiento.
De inmediato vinieron las
investigaciones y se demostró –con pruebas fehacientes, no con suposiciones–
que detrás del intento de magnicidio estaban las pezuñas de Trujillo, el
dictador de República Dominicana, mejor conocido como “Chapita” por la obsesión
que tenía de rellenarse el pecho con montones de condecoraciones.
Chapita no solo fracasó en el
intento de magnicidio, sino que, irónicamente, un año después fue asesinado por
un comando de la resistencia en una operación excelentemente reconstruida en la
novela La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.
Betancourt se convirtió en el
primer presidente venezolano elegido por el voto popular que logró terminar su
gobierno, a pesar de los sucesivos intentos de golpe de Estado que tuvo que
enfrentar. Y, sin embargo, por lo que hemos consultado, ni él ni AD convirtieron
aquel acto magnicida en un culto de victimización del líder. O en pretexto para
satanizar a toda la oposición.
Los demás presidentes elegidos
democráticamente cumplieron sus períodos con menos sobresalto y la palabra
magnicidio prácticamente desapareció del habla común. Porque, en realidad, se
trata de un fenómeno ajeno a la cultura política venezolana. Desde que somos
república independiente, todos los presidentes han muerto en sus camas. Salvo
Carlos Delgado Chalbaud. Pero ya sabemos que fue ese un crimen más parecido a
una mala comedia que un plan para terminar con el gobierno que presidía.
Hasta que llegó Hugo Chávez y,
desde antes de colocarse la banda presidencial, comenzó a crear de manera
sistemática la leyenda negra de que estaba preparada una sofisticadísima
operación para sacarlo de este mundo. Mi cuenta, hecha a la ligera, suma unos
veinte anuncios de magnicidio en cadena nacional.
La fórmula era la misma. Mostraba
unas armas y unos planos, generalmente risibles. Decía saber quiénes eran los
responsables intelectuales del hecho. El imperio, la oligarquía colombiana o la
española, la ultraderecha venezolana, incluso un comando israelí. Luego todo se
olvidaba, no había resultado de las investigaciones, ni presos. Hasta que venía
un nuevo capítulo del melodrama, exactamente igual al anterior.
En el ejercicio de la presidencia
Chávez no recibió siquiera un rasguño de ataque. Murió en la cama a la sombra
de las barbas de Fidel. De cáncer. No vino una invasión de marines a
convertirle en héroe como al Che.
Por eso cuando todo esto termine
y leamos algunos informes de la Asamblea Nacional sobre los intentos de
magnicidio solo podremos hacerlo en clave de humor, por lo irresponsable y
estrafalario de sus conclusiones. Los mejores comediantes harán sainetes,
óperas bufas, zarzuelas o stand up comedy recordando cómo en la era roja se
juzgaban crímenes que nunca ocurrieron a partir de opiniones de mesoneros.
Pero la tesis del magnicidio no
es un capricho. Ni un juego. Es una afeitadora de tres hojillas que maneja a su
gusto el poder. Con la primera satanizan la disidencia predicando la tesis de
que todo opositor es un asesino en potencia. Con la otra emborrachan y
galvanizan a sus seguidores hipnotizados por la memoria del caudillo y los hace
tan paranoicos como él mismo. Y con la tercera encuentran justificaciones para
perseguir y castigar, a priori, sin pruebas, a los adversarios convertidos en
enemigos. Por ahora le ha tocado a la diputada María Corina Machado. Veremos
quién sigue.
Por: Tulio Hernández
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