La fuerza del título no es
retórica ni muletilla para un texto descarnado, que describe, eso sí, la
tragedia de una nación – Venezuela – que deja de ser tal para recorrer el
camino contrario al norte de la Humanidad, forjado sobre el drama del
Holocausto e inscrito en la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de
diciembre de 1948.
El respeto a la dignidad de la
persona humana es el límite infranqueable del poder “fagocitante” del Estado –
no por azar llamado Leviatán – y ata, incluso, la fuerza preceptiva de su orden
constitucional cuando se dice democrático.
Contra tal dignidad humana no
pueden conspirar siquiera las mayorías electorales. La democracia y el respeto
y garantía de los derechos humanos, en el marco de un Estado de Derecho, es el
ejeante el que pierde cualquier valor el voto como manifestación de la libertad.
El saldo del llamado Socialismo
del siglo XXI en Venezuela – su primer laboratorio desde 1999 – no es otro que
la disolución total, de lo humano y hasta lo divino. Muerto Dios para
entronizar a Chávez, como en Zaratustra, la amoralidad se hace regla. Somos los
venezolanos, como Estado, una caja vacía, una franquicia virtual transable
sobre las redes globales mercaderiles mientras algo nos queda de patrimonio
material; y como nación y sociedad, nuestros lazos afectivos dejan de ser tales
al vernos anegados de sangre, presos y torturados, y por huérfanos de una
narrativa común para reinventarnos política y culturalmente.
El Socialismo del siglo XXI abona
en favor de la resurrección del Estado absoluto y personalizado, sobrepuesto al
ser humano, olvidando lo elemental. De allí su fracaso. Por obra de la
globalización comunicacional y su andamiaje “tecnotrónico”, el espacio
jurisdiccional del Leviatán – cárcel de la ciudadanía – cede en importancia y
lo que vale – no lo entienden los alabarderos de esta suerte de “socialismo
digital” – es el tiempo y su velocidad de vértigo. Las cosas cambian a cada
segundo y la fuerza envolvente de lo humano – en comunicación por las redes
sociales – y como mano difícil de frenar en su crecimiento, descose, rompe el guante
que la contiene hasta ayer, a saber, la prepotencia del Estado y sus gendarmes.
Como alternativa renovada para su
parque jurásico – el pensamiento marxista decimonónico y las enseñanzas del
socialismo real del siglo XX – obviamente se propone, en paralelo, dominar a
los medios de comunicación social y disponer de los capitales suficientes para
doblegar a los editores y las tendencias globales, intentando recrear otro
Estado postizo, virtual o de espectáculo, cuyos efectos diluyan lo ominoso de
su parto, como en Venezuela: Un país sin
tradición, que luego de haber enterrado 300 años de aprendizaje dentro de una
cultura milenaria fundante (grego-romana, latina e hispana) se ata a un ícono
polémico pero divisor en el presente: Simón Bolívar. Un país sin instituciones,
pues las creadas a lo largo del siglo XX son “desconstitucionalizadas” para
resucitar, constitucionalmente, al “gendarme necesario”, hoy muerto, sin
herederos de igual talante. Un país que al perder sus endebles lazos históricos
bajo un modelo enajenado, que no tiene otra promesa que la división entre
amigos y enemigos, ha profanado su “mestizaje cósmico”, recreador del afecto
societario.
Lo cierto es que esta
alternativa, que se dice hija de la “posdemocracia” (propaganda + dinero=
populismo del siglo XXI), no tiene apellido. En Italia la inaugura Berlusconi.
Pero al declinar la audiencia de los medios controlados y agotarse el dinero
que nutre a la propaganda y otorga premios, su cuerpo flácido y sin alma se
hace evidente. Es la consecuencia última del uso de la democracia como objeto
de desecho y la cosificación de la persona humana para explotarla en el tráfico
de las ilusiones.
La partida de defunción de
Venezuela, por lo mismo, la firma recién el Comité contra la Tortura de la ONU:
Carece de independencia su Justicia y no existe en la Defensoría del Pueblo; la
Fiscalía promueve la impunidad de los centenares de miles de crímenes
ocurridos; su Estado o Leviatán miente, de forma contumaz; encarcela y tortura
a quien piensa y piensa distinto;
inflige palizas, descargas eléctricas, quemaduras, y asfixian sus
esbirros a las víctimas; la fuerza militar reprime y lo hacen también los
“grupos armados pro oficialistas”; es dantesco el panorama carcelario; las
instituciones de remedio – los jueces – son de utilería; y al paso, la última
expresión del engaño y el espectáculo transformados en política de Estado la
representa el programa de televisión del teniente Diosdado Cabello, con sus
“patriotas cooperantes”, promotores de la violencia y del desprecio a la
dignidad humana.
Por: Asdrúbal Aguiar
correoaustral@gmail.com
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