La puya y la locha hicieron más
historia que la misma moneda llamada bolívar. La puya, (el centavo) y la locha
(el cuartillo) eran el lenguaje entre el bodeguero y el pulpero en una
Venezuela arrugada por las enfermedades y la pobreza.
La puya y la locha decidían la
suerte del hombre humilde. Cuando comenzó la II Guerra Mundial, el Gobierno
nombró una Junta Reguladora de Precios para acabar con la especulación.
Ya la gente estaba obstinada,
pues con el cuento de la guerra todo había subido de precio. La puya y la locha
no valían nada. Antes de la conflagración se compraba un plátano horneado en un
restaurante “de medio pelo” por dos lochas, al comenzar la guerra te pedían un
real. 12 bolívares te cobraban por una caja de tomates que costaba siete, con
28 kilos de tomate. El ñame a cuarenta bolívares los cien kilos y antes de que
Hitler invadiera Polonia se compraba normalmente por ocho bolívares.
Una señora “pegó un grito”, en el
mercado de San Jacinto, cuando le pidieron una locha por un jojoto. -¿Y tú como
que crees que soy turista?- preguntó indignada y se fue a la Junta Reguladora
de Precios. Vinieron cuatro fiscales embraguetados y comenzaron a averiguar los
precios. Uno de ellos se hizo pasar por un cliente e interrogó al vendedor de
aguacates:
-¿Cuánto vale un aguacate?
-A cuatro lochas, señor.
-¿Y no me rebaja ni una ñinga?
-No puedo, vale.
Entonces el fiscal sacó su
credencial y gritó duro para que oyeran todos:
-¡Está preso, por no respetar la
lista de precios!
El kilo de caraotas en el Mercado
Libre de Catia costaba doce puyas; los jojotos a seis por dos lochas; los
mangos a cinco por una puya y los huevos a seis por bolívar; el ñame guinea a
dos lochas el kilo y los tomates manzanos a ocho puyas el kilo.
En la vida nocturna caraqueña, en
1938, la locha tenía un valor especial. Las mujeres que trabajaban en centros
nocturnos fichaban a los clientes. “El arte de fichar” se cumplía a cabalidad
cuando el cliente veía a una moza bien dotada y la invitaba a bailar, entonces
ella, “muy tímida”, decía en voz baja: “Pero antes vamos a tomar algo, porque
salir a la pista con un hombre que no conozco me da pena”. El sujeto, gafo él,
decía para sus adentros: “¡Ay mamá!, me cayó una venadita”.
-¿Qué quieres, mi amor? -¡Un anís
-inmediatamente le ordenaba al mesonero- Nicanor, un anís! Por cada anís le
daban cuatro lochas (un real), pero al terminar la primera pieza, le agarraba
las manos al “amigo” y le imploraba: ¿No te molestas si pido otro anís, pero
doble? El hombre, pensando “ya es mía, ya es mía. Quiere liberarse”, respondía:
“No te preocupes mi vida y ella gritaba, sin pudor: “¡Nicanor, otro anís! Pero
doble, porque no sé qué me pasa”. Venía entonces el anís que salía por ocho
lochas. A las 12 de la noche el ingenuo cliente estaba más limpio que “talón de
lavandera” y rascado.
Ella, como una “chompa”, lúcida,
pues el anís que le servían no era anís sino agua con azúcar, tenía su cartera
llena de fichas.
Así son las cosas. Oscar Yanez”
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