Cada vez que Nicolás Maduro habla
de la “revolución dentro de la revolución”Alberto-Barrera no hace sino
recordarnos que Chávez fracasó, que después de 15 años y más de 1.000 millones
de dólares, estamos otra vez en crisis, tratando de reflotar permanentemente la
utopía. Ya parece un chiste: ante cualquier problema, ante el más mínimo
inconveniente, el gobierno acude a una supuestamente novedosa re-revolución.
Maduro es un demagogo en modo defensivo. Acusa a la realidad de golpista
mientras se dedica a reinventar sus promesas.
Es asombrosa la cantidad de
revoluciones que el gobierno ha propuesto durante todos estos meses. La
revolución bancaria, la revolución económica productiva, la revolución del
Estado, la revolución fiscal, la revolución del conocimiento, la revolución del
socialismo territorial, la revolución alimentaria, la revolución de la
profundización de las misiones, la revolución tributaria, la revolución ética…
Al paso que va, Maduro terminará su gobierno hablando de la revolución de los
semáforos, la revolución de los tallos de orégano orejón, la revolución de la
siembra de cariaquito morado, la revolución de los revolucionarios que no
revolucionan la revolución.
Al parecer, se trata de un
inmenso y desordenado juego retórico que permite mantener más o menos caliente
la temperatura de la esperanza, mientras la casta (como la llamaría Pablo
Iglesias, si Pablo Iglesias fuera venezolano) sigue acumulando poder y
apropiándose o controlando todos los espacios independientes del país.
Necesitan que el mito de la revolución siga bullendo, de cualquier manera,
mientras se consolidan como la nueva oligarquía del país.
Hace poco anunciaron una flamante
“revolución policial”. Debido a una circunstancia violenta aún no aclarada, una
balacera entre funcionarios y grupos civiles armados que también actúan como si
fueran funcionarios, la revolución anterior se frunció, cayó en desgracia y fue
pateada hasta el fondo de la historia. Así, entonces, de la nada ideológica del
desespero, surgió una nueva revolución. Como reacción oficial ante el desastre.
Como manera de ocultar la realidad. Como parapeto.
Y comenzó de la misma manera como
han empezado todas las revoluciones promovidas anteriormente: ¡con una comisión
presidencial! Aquí hasta los supuestos gobiernos populares nacen, se rigen y
son administrados por una cofradía que depende del Palacio de Miraflores. La
idea de participación que tiene el gobierno es cada vez más reducida. No
necesitan al pueblo para hacer revoluciones. Lo de ellos es otra cosa. La
revolución es un papel. La revolución es trámite, un fetiche, una mercancía.
Ya nos estamos acostumbrando a
que los cierres de los períodos habilitantes tengan algo de orgía, de apuro y
exceso, de danza incomprensible, cuya resaca llega con la Gaceta Oficial y
tiene efectos incurables. En este contexto, y a cuenta también de la
“revolución policial”, esta semana Maduro firmó una nueva ley anticorrupción y
anunció la creación de un cuerpo de seguridad dedicado especialmente a la lucha
contra ese flagelo.
He pasado días tratando de imaginar
cómo podría ser ese comando galáctico, esa pandilla de superhéroes
bolivarianos, capaz de enfrentarse a monstruos tan grandes como la bancada
oficialista, que controla la Asamblea Nacional y que lleva años impidiendo
cualquier debate público sobre la corrupción. ¿Acaso eso no es ya una forma de
complicidad? ¿No deberían comenzar investigándolos a todos?
Mientras la élite se dedica a
concentrar más poder, el espectáculo de la revolución continúa. La producción
de espejismos no puede detenerse. No han podido, en casi un año, cumplir la
promesa de mostrarle al país la lista de las empresas de maletín que se robaron
más de 20.000 millones de dólares. Han impedido que avance cualquier denuncia.
No han querido investigar a fondo ningún caso. Pero que nadie se angustie.
Ahora sí viene la revolución remoral. Ya tenemos una nueva ley. Ya tenemos una
nueva policía especializada en perseguir fantasmas.
Por: Alberto Barrera Tyszka
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