Llegamos a la sala de espera de
una clínica. Mi madre necesitaba ser atendida por un traumatólogo. El sitio
estaba atestado. Un joven se levantó para cederle su asiento. Algunos esperaban
desde las 7 am y ya eran las 4 de la tarde. Son los momentos en los que
agradezco llevar un libro conmigo. La gente, ante tanto tiempo muerto, inició
una tertulia. En cuestión de segundos desembocaron en el país. No más
urgencias, aparte de las musculares, habían en esa sala.
La señora sentada frente a mí era
un homenaje a la elocuencia. Contaba, en fragmentos inconexos, su vida en
socialismo. Citó la frase que le soltó su hijo de 14 años en el desayuno: “Oye,
mamá, yo sí tuve mala suerte”. Ella le preguntó, inquieta: “¿Por qué dices
eso?”. La respuesta fue casi un reclamo: “Porque yo nací cuando ganó Chávez.
Ustedes no han pasado lo que nosotros hemos pasado”. Levanté la vista del
libro. Más allá de la necesaria precisión de que aquí todos estamos degustando
por igual este excedente de prosperidad, la frase suscitó una discusión sobre
las tribulaciones de cada generación. Los recuerdos más remotos llegaban hasta
los calabozos de la Seguridad Nacional en época de Pérez Jiménez. Los cuarenta
años de la deshonrada cuarta república sonaron a receso histórico, a espejismo,
a resort malbaratado. La respuesta del joven parecía resumir la tragedia del
siglo XXI venezolano. La madre hizo un apurado resumen de la devastación
sufrida por los estudiantes en las protestas del 2014. Su hijo poseía una
colección extraña: nombres de jóvenes universitarios muertos, heridos y presos.
Su hijo era una rabia de 14 años de edad.
Otra mujer, ya en sus sesenta,
agregó una lápida: “Dios se olvidó de nosotros. Nos castigó por soberbios y
arrogantes”. Alzó la vista al cielo: “Está bien. Pero ya, ¡levántanos el
castigo!”.
Dios no contestó.
Entonces prosiguió: “yo soy una
botada de PDVSA. Ahora vendo ropa. Ropa usada, mía y de otros. Vendí todo mi
closet. Me dio cáncer. Yo sé que el cáncer me vino por la tristeza y el estrés.
Pero me levanté. Le gané al cáncer”. Lo dijo con un aplomo abrumador.
Un joven, rondando los 20 años,
añadió su dictamen: “la mentalidad de la gente es lo que tiene jodido a este
país”. Tenía el brazo descalabrado por practicar karate. Vivía en Guatire y
viajó hasta Caracas para tratarse la lesión. Tenía ganas de hablar.
Intercambiar su ansiedad con dos señoras que le triplicaban la cédula. Subrayé
una frase del libro. Subrayé dos de la conversación.
Se discurrió sobre el
individualismo. Y esa urgencia que tiene el venezolano de ser más vivo que el
otro. O de arrimarse a la sombra solo para conseguir la sobra. Ventilaron la
tragedia que viven las ciudades del interior. “En Carúpano los colectivos se
adueñaron del pueblo”, dijo una tercera dama, rodilla hinchada. Mamá,
extrañamente, no opinó. Solo volteaba con insistencia hacia el escritorio de la
secretaria. Quería ser atendida por el médico cuanto antes.
La terapia colectiva no cesó.
Distintas generaciones asomaron el grosor de sus angustias, que eran las
mismas. Coincidieron en algo: no pensaban ceder ni un milímetro de sus vidas al
régimen. Lesionados, magullados, seguían apostando por la redención.
Adentro, el traumatólogo se
afanaba en meniscos, dedos y ligamentos.
Mientras tanto, el país era una
herida abierta en una sala de espera.
***
Un viejo amigo me invitó a dar
una charla en la Universidad Metropolitana. Le pregunté el tema. Me dijo:
“Quiero que les des razones a los estudiantes para quedarse en el país”. No
agregó mucho más y colgó el teléfono. Me quedé un rato en silencio y solté la
risa: “Estoy metido en problemas”.
El día de la charla expuse mis
razones, que –reconozco- se han ido estrechando con el tiempo. Pero siguen
siendo más poderosas que los argumentos para irme. Pertenezco al club de los
testarudos. Soy un diletante de la esperanza.
Me asombró el nivel de participación
de los estudiantes. La zozobra en sus preguntas. La necesidad de ver más allá
de esta neblina que nos rodea. Muchos tienen claro que el tajo que Chávez le
propinó al país, al dividirnos en fieles e infieles a su credo, ha instaurado
una bomba de tiempo. Parte del intento por recuperarnos pasa por arrojar las
etiquetas a la basura. Chávez y sus adjuntos se desplegaron por el mapa
rebautizándonos: aquí sólo hay pueblo y oligarcas, revolucionarios y fascistas,
patriotas cooperantes y traidores. El resentimiento tiene apenas dos colores
para pintar al mundo.
Al final del foro hablé con
varios estudiantes. Uno me dijo que su familia se había ido del país. Él se
quedó. La madre lo llama a cada rato y lo urge a hacer sus maletas. Siempre le
da la misma respuesta. “No me voy porque soy un idiota con esperanza”. Y
remata: “Ahora soy sólo un idiota”.
Me alarmé con su frase final. Es
lo que el régimen quiere: adversarios derrotados de antemano. Gente hundida en
el desaliento. Desea nuestro miedo, nuestro silencio. La foto de nuestro adiós
en Maiquetía. ¿No alarma al presidente de un país que tantos ciudadanos salten
del mapa como si fuera un barco haciendo agua por todos lados? Obviamente, no.
La revolución quiere lejos a todo el que le reclame su fracaso. ¿La vamos a
complacer?
Otro estudiante esperó hasta el
último minuto. Ya solos, me dijo: “Yo soy Ottolinista”. Ante un parpadeo,
precisó: “Soy seguidor del pensamiento de Renny Ottolina”. Era un joven cumanés
que no debía llegar a los 22 años. El célebre animador de televisión murió en
1978, hace ya 36 años. Mi sorpresa aumentó. Él recalcó: “la premisa es aprender
a querer a este país. Hay que conocerlo. Viajar por él. Sólo así lo vas a
querer de verdad”. Como insistía Renny. Me habló del trabajo que desarrollaba,
de otros como él, en la misma comarca de pensamiento.
Ese muchacho es una hormiga hacia
la esperanza. Y el otro, el “idiota”, también.
***
Viernes. 8:30 am. Un grupo de
personas fuimos convocados por varias ex alumnas del Colegio Cristo Rey para
experimentar una mañana distinta. La idea era conocer un lugar que reúne a 400
niños desescolarizados y marginados. Allí, dentro de La Bombilla, en el Barrio
24 de marzo, está la Escuela Jenaro Aguirre. Un sitio construido enteramente
por el arresto de una monja llamada María Luisa Casar. “Una marciana”, “una
visionaria”, “una loca maravillosa”, coinciden todos. Una mujer nacida en la
provincia de Cantabria, en España, que comenzó la mayor obra de su vida en
Petare, a los 60 años de edad: alfabetizar a los hijos de la miseria.
La primera vez lo hizo en las
escaleras sucias del barrio. Después en la habitación de un rancho. Finalmente,
llegó a tener una casa para dar clases. Hoy tiene 84 años y una proeza que ha
crecido varios pisos con cuatro centenas de alumnos de pre-escolar y primaria.
El milagro posee sus fogonazos: dispensario médico, biblioteca, dos salas de
computación, y su gran alarde, una coral.
Entramos por la cocina. Había
cinco cocineras y un pequeño pizarrón donde estaba anotado, por grados, el
número de almuerzos que debían cocinar: 273. La lluvia impidió que llegaran
todos los alumnos. El colegio es una procesión de escaleras y amabilidad. Un
etcétera humano prodigioso. La música, el arte y la decencia, son parte de las
materias que estudian unos niños que estaban condenados a la inopia.
Recorrimos cada salón de clases.
Las sonrisas abundaban. La chikungunya también. En un salón pregunté cuántos
niños la habían tenido. Casi todos alzaron su brazo, incluida la maestra. Una
niña vio al resto con sorpresa. Sólo ella se había salvado de la epidemia.
Hablamos con los maestras mientras visitábamos cada espacio. La terraza tenía
rejas gruesas y ladeadas, para que sirvieran de escudo contra las balas
perdidas. Adentro, el conocimiento, la dignidad. Afuera, el silbido de la
violencia y la basura.
Llegamos al salón donde ensayaba
la coral. Cantaron, no como dioses, sino como niños salvándose de la
indolencia. Fue un momento de rara belleza. En sus rostros había un nudo de
fragilidad y de coraje. Se sabían habitantes de una topografía hostil pero
habían decidido salvarse. Una monja lo inició todo. Hoy, todo el que se anima,
colabora.
No hay duda: la pobreza es un
ultraje a la condición humana. Un agravio masivo. La diferencia entre un niño
desasistido y uno al que se le extiende la mano es una vida entera. En mitad
del desamparo, ese salón de clases donde triunfaba la música era una bombona de
ilusión. (Si les entusiasma la idea, hoy esos niños, a las 11 am, darán un
concierto en el Colegio Cristo Rey de Altamira).
***
Ese día la autopista me resultó
más amable. Como si el largo atasco de automóviles me pudiera llevar a otra
ciudad distinta. Como si la esperanza tuviera rostro. 84 o 22 años. Cara de
monja, de estudiante universitario, de ama de casa con la rodilla esquilada, de
ex alumna del Cristo Rey que consagra sus viernes a llevar insumos a un
colegio, de cocinera de cuatrocientos platos de arroz, de maestra amorosa, de
niño que canta. Cara de venezolano que apuesta, sin estridencias, por el país.
Hay ejemplos que nos impiden
claudicar. Tal vez el éxodo mayor debe ser hacia la esperanza. Si miramos con
atención, advertiremos que hay un laborioso camino de hormigas en mitad de esa
palabra.
Leonardo Padrón
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