Durante poco más de setenta años
el PRI gobernó en México, el territorio del Jean Maninat águila y la serpiente,
y el país se ganó un lugar relevante en Latinoamérica y el mundo. Sus
escritores, ensayistas, artistas plásticos, arquitectos, sus casas editoriales,
cineastas, comediantes, mariachis, cantantes, compositores, y enmascarados de
la lucha libre, embrujaron el imaginario del continente y en algún momento, de
una manera u otra, todos fuimos mexicanos.
El PRI apapachó a las mentes más
brillantes (y mire usted que eran brillantes), y los hizo embajadores, gestores
de la cultura, editores, y les dio un espacio para respirar y crear. Fue,
además, tierra de resguardo para miles de
perseguidos políticos de toda índole y nacionalidad, incluyendo a tantos
demócratas venezolanos. Pero era un sistema político corroído por un déficit
democrático tan monumental, como su propia historia. Vargas Llosa, en una
afectación impropia de su mesurado lenguaje lo calificó como: la dictadura
perfecta. Ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario. Era un partido-Estado
paternalista convencido de que su supremacía garantizaba el bienestar de sus
gobernados. El ogro filantrópico lo denominó Octavio Paz.
Probablemente no ha habido, en el
recuento de los días, una comarca que
haya apostado tanto, y sufrido tanto, como Latinoamérica, en medio de
condiciones inhóspitas, para intentar encarnar el concepto de libertad que
acunaron, en su momento, Europa y sus adelantados vástagos gringos. Rómulo
Betancourt, Víctor Raúl Haya de la Torre, José “Pepe” Figueres, y tantos otros,
apostaron por la creación de sociedades democráticas, respetuosas de la
división de poderes y sustentadas en el sufragio universal, libre y soberano.
Era una envite temerario, realizado bajo la impronta de la revolución
bolchevique, en sus momentos iniciales, y luego, contra el influjo a fuego
cerrado de la revolución cubana. Hoy el empeño parece baladí, pero, entonces,
constituyó una hazaña política e intelectual de dimensiones mayores.
Lamentablemente, la viveza pragmática reinante los ha ido “pateandito”, como
quien no quiere la cosa, bajo la alfombra donde se esconden a los parientes
indeseados. El recuerdo de los viejos fundadores de la democracia
latinoamericana no perturba las reuniones de las agrupaciones
intergubernamentales que han proliferado últimamente, como hongos salvajes, más
atenta en cobijar las zancadillas de sus mandantes, que propiciar el vigor
democrático del continente.
Entre gobernantes que alientan su
propia intermitencia en el poder -un período sí, otro no, como si más nadie
pudiera estar a la altura de acometer la tarea- y quienes piensan que están
destinados a gobernar para siempre, ambos en el supuesto de que es para bien de
sus sociedades, la democracia, en Latinoamérica, desfallece con la conformidad
de sus élites, sus votantes y la comunidad internacional.
La calidad democrática de las
sociedades poco importa, si los desempeños económicos retintinean con
carreteras pavimentadas, gracias a los altos precios del petróleo, como es el
caso de Ecuador. Si me dan un pajilla para respirar bajo el agua y mantener mis negocios, poco importa que el presidente, Evo
Morales, se reelija por tercera vez, con el voto otrora altivo y desafiante de
la Media Luna boliviana. Si canto glorias y desdichas acerca de los derechos
humanos, proclamo la primacía de la sociedad abierta y globalizada, y le doy la
mano sin chistar al presidente de China, -una sociedad despellejada entre Louis
Vuitton y la represión política-, estoy haciendo mi homework globalizador a
favor de las empresas de mi país. Al fin y al cabo, la democracia es un
“problema interno de cada país”.
En Venezuela un grupo de
malogrados herederos de un sueño arcaico y destructor, asumen que su destino es
replicarlo para siempre, contra todo indicio del fracaso anunciado y
verificado. Nadie dirá “esta boca es mía” a nivel de los gobiernos de la
región, porque la valentía Democrática
-así con D mayúscula y anoréxica- está enterrada con los huesos húmeros
de los varones y mujeres que en esta región del planeta se atrevieron a
preguntar alguna vez: ¿a quién le importa la democracia?
Por: Jean Maninat, @jeanmaninat
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