El padre de Gerardo Carrero se
llama Gerardo Carrero. Habla sin parar. Como un tren furioso. Todo él es un
despeñadero de palabras que intentan dibujar la apremiante situación de su hijo
preso en el SEBIN. Le molesta el lugar común que dicta que nadie quiere más a
un hijo que la madre. Es la quintaesencia del fervor paterno. Tiene el temple
de la gente de montaña. Una roca. Hasta que se cansa de serlo en alguna frase y
el dolor es como un animal en sus ojos. El padre de Gerardo Carrero se llama
Gerardo Carrero. Tiene un koala a la altura del pecho que se le mueve como si
quisiera mudarse de sitio. El lo ajusta a cada rato, lo atrapa, lo devuelve a
la posición original. Será que le protege el corazón. Tendrá allí la piedra de
su ánimo. No sé. El padre de Gerardo Carrero se llama Gerardo Carrero y tiene
las palabras exactas que le caben en su rabia. Ni una más.
***
A Gerardo Carrero lo detuvieron
el 8 de mayo del 2014 en un campamento de protesta de casi 350 carpas asentado
frente a la sede de la ONU en la Avenida Francisco de Miranda. Su delito:
exigir la libertad de los estudiantes detenidos. Las autoridades arrasaron con
el sitio mientras todos dormían en la boca de la madrugada. Hubo 243 detenidos
esa noche. Carrero fue trasladado al SEBIN del Helicoide. Un día inició una
huelga de hambre y el castigo fue inolvidable: lo guindaron esposado de una
reja, le forraron las muñecas con papel periódico (para evitar marcas) y lo
golpearon con una tabla. Estuvo doce horas en esa posición, humillado y
obligado por las circunstancias a orinarse encima de su propia ropa. Luego
decidieron llevarlo a la sede del SEBIN en Plaza Venezuela. Bienvenido a La
Tumba. Una pésima noticia.
***
El padre viaja incansablemente a
la capital a visitar a su hijo, a preguntar por su caso, a hablar con gente,
alguien tiene que ayudarlo, alguien tiene que saber cómo. Del Táchira a Caracas
y de Caracas al Táchira es mucho autobús todas las semanas. Tuvo que dejar de
trabajar para ocuparse de todo. Su hijo tiene los brazos llenos de ronchas y
pus, me comenta una estudiante que lo ha visto en las audiencias. Gerardo está
desde el 26 de agosto del 2014 en La Tumba. Así le dicen los propios
carceleros. Es un sustantivo bien fundamentado. A ese sitio no llega el sol. No
puede. No alcanza. Son cinco pisos bajo tierra. Cinco sótanos contra el sol.
Allí la noche es un
contrasentido: una luz blanca. Nadie la apaga nunca. Una luz que insiste
durante el día. Una luz que ofusca. Ya Gerardo olvidó los detalles que
diferencian al día de la noche. Las semanas son un acopio amorfo de tiempo. No
sabe si cuando come desayuna o cena. Ya no entiende cuándo tener sueño o cuándo
despertarse. Todo es un solo día. Larguísimo. Apenas lo han asomado al sol tres
veces en tanto tiempo. Y le toman fotos para que parezca que así es siempre.
Pero no. Es teatro. Alguien le dio una pista para entender las vueltas de la
tierra: “cuando dejes de escuchar el sonido del Metro, son más de las once de
la noche”. Porque el Metro de Plaza Venezuela pasa cerca. Por algún lugar de
arriba. Pero a él no le gusta decirlo. Capaz y sus carceleros prohíben que el
Metro pase más por esa estación.
Lo mismo temen los otros dos
estudiantes sumergidos en La Tumba: Gabriel Valles y Lorent Gómez Saleh,
deportados el 4 de septiembre del 2014 por Colombia en tiempo record e
imputados por conspiración, terrorismo e instigación a delinquir.
Plaza Venezuela es un hervidero
de carros, mototaxistas, perrocalienteros, peatones apurados, gente en
diligencia. Es el centro exacto de Caracas. Nadie sospecha que cien metros bajo
tierra están confinados a la tortura blanca tres estudiantes de este país.
Sobre la superficie, en el ardor del asfalto, sus padres deambulan sin cesar
por el hilo de su angustia.
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Yamile Saleh visita a Lorent, su
hijo, los días permitidos, lunes y viernes de 11 am. a 3 pm. Yamile también ha
dejado de trabajar. Solía dedicarse a la alta costura, pero la cabeza no le da
para pensar en telas y zurcidos. Tiene cinco meses sin agarrar una aguja. Ha
consumido todos sus ahorros. Al fin y al cabo es su único hijo. Ella es madre
soltera. Anda muy sola en todo esto. Le tocó mudarse. La acosaban
telefónicamente por ser “la madre del terrorista”. Le decían: “Ya sabemos quién
eres y dónde vives”. No aguantó. Quiere irse del país apenas termine la
pesadilla. Si termina. Aún así, carga los colores de la bandera en un delgado
collar. Viaja todas las semanas desde Valencia con dos álbumes de fotos de su
hijo con personalidades del fuero internacional. Cuando se le ocurre hablar con
los medios, recibe represalias. Mientras me cuenta se le salen las lágrimas:
“Mi hijo tiene siete años en esta lucha. Me abandonó a mí. No terminó su
carrera de Comercio Internacional. No ha hecho lo propio de su edad: la playa,
el cine, los amigos”. Yamile repite su historia en todas partes. Se reunió con
Tarek William Saab, el nuevo Defensor del Pueblo, quien parece querer demostrar
que su antecesora, Gabriela Ramírez, fue un derroche de omisiones a los deberes
de su cargo. Al menos Tarek William ha recibido, sin distinciones ideológicas,
a muchos de los agraviados por el régimen. Le prometió a Yamile, no la libertad
de su hijo, pero sí un mínimo de dignidad. Ella espera que cumpla, asomada día
y noche en su insomnio.
Le comento del video de Lorent,
exhibido en TV, donde habla por skype de planes de lucha inadmisibles,
altisonantes, contrarios a la vida. La madre admite ciertos excesos, y otros
los mete en el paquete de un montaje. Pero no se trata de si es culpable o
inocente, ella no pide su liberación, solo ruega que lo saquen de La Tumba. Ha
aprendido de derecho, de custodios y tribunales. Su vocabulario está atestado
de palabras nuevas. La vida le dio un vuelco a la modesta costurera que hoy
solo habla de derechos humanos.
***
La tortura blanca es impoluta. No
deja huellas. No hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los
cirujanos. Todo pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El frío, por ejemplo. En los
calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su
respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial,
callada. La cama es de cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me
cuenta que su hijo come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus
esfínteres dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo
conduzca al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del
otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que
hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de
diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de
sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin
oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso. No hay espejos. No
saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y
kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3×2 metros cuadrados. La
sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta
hacia la muerte.
***
Un día le lanzaron a Gerardo un
papel roto en varios pedazos. Lo armó con paciencia. El saldo del rompecabezas
era una frase: “Leopoldo te abandonó”. A los tres los hostigan
psicológicamente: “¿Aún no se han suicidado?”. Persiguen su quiebre. Una
delación, eso buscan. “Terminen de portarse bien”, les dicen los custodios. Lo
cual significa, en castellano carcelario, implicar a alguien en una declaración
como conspirador, golpista o terrorista. No importa quién sea: Leopoldo López,
María Corina Machado, Henrique Capriles, Alvaro Uribe. Con firmar un papel
basta. Y ya. Salen de La Tumba. A otra cárcel. Les juran que con sol.
Pero no. No hablan. No incriminan
a nadie. Y la tortura se extiende como una mancha de aceite invisible por todo
el sótano.
***
El papá de Gerardo sigue viajando
todas las semanas a verlo. Su único equipaje es la rabia. Dice que su hijo le
prohíbe sacar pendones o volantes con su nombre. “Si no están los nombres de
todos los estudiantes presos, no”, le advierte. La madre de Lorent está agotada
de verse llorar. Lo mismo la madre de Gabriel Valles.
Muchos organismos y personas han
acudido a todas las instancias para denunciar lo que en ese umbral del infierno
sucede. Pero, según comentan, cuando se trata de estudiantes y presos políticos
el silencio de los tribunales es la regla.
Por encima de La Tumba pasan
centenas de peatones todos los días sin saber que cinco sótanos más abajo se
encuentran tres estudiantes venezolanos envueltos en una luz blanca bastante
parecida a la muerte.
Es inadmisible que exista un
lugar tan siniestro en nuestro país. Es la tumba blanca de los derechos
humanos.
Leonardo Padrón
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