Ya en los años 60 Marshall
McLuhan sostenía que el cerebro humano es un ecosistema biológico en constante
diálogo con la tecnología y la cultura y agregaba que “la velocidad eléctrica
tiende a abolir el tiempo y el espacio de la conciencia humana. No existe
demora entre el efecto de un acontecimiento y el siguiente. En la era eléctrica
nos vemos a nosotros mismos cada vez más traducidos en términos de información,
dirigiéndonos hacia la extensión tecnológica de nuestra conciencia”.
Recordaba que Harold Innis,
economista y experto en comunicación canadiense, fue el primero en demostrar
que el alfabeto es un agresivo absorbedor y transformador de culturas. En
definitiva, lo que McLuhan adelantaba, con gran intuición, es que ya sea en el
paso de la cultura oral a la cultura escrita como en el paso de la cultura
mecánica a la eléctrica y a la digital, las tecnologías de las comunicaciones
producen verdaderas revoluciones en la formulación de la subjetividad de las
sociedades.
Ello significa que la estructura
mental de la sociedad y de las personas está influida por el tipo de tecnología
que la sociedad dispone. “Somos lo que vemos, formamos nuestras herramientas y
luego estas nos forman”, diría McLuhan (1996).
En La galaxia Gutenberg , plantea
que en el paso de la cultura oral a la alfabética no solo se crea una nueva
memoria que hace perdurar el pensamiento humano sino que, además, las palabras
adquieren significado mental y se genera una nueva creación imaginaria.
Platón, que era crítico de la
escritura y la consideraba “infrahumana”, ya que establecía “fuera del
pensamiento lo que puede existir dentro de él”, describe en el mito en que
Theuth le presentó su invento de la escritura al faraón Thamus, que este la
consideró peligrosa, ya que disminuía las facultades de la mente y creaba una
memoria mineral.
En verdad, detrás de este aserto,
como de la persecución de la Inquisición católica por siglos al esfuerzo por
crear la imprenta, está oculto el temor de que la masificación de los textos
debilitara el control total del espacio de la política de quienes guardaban
para sí el poder del conocimiento. El conocimiento y el manejo de la
información es poder y la Ilustración, el Iluminismo y la propia Revolución
Francesa habrían sido imposibles sin que mediara la creación de la imprenta y
la publicación de las obras que generaron el pensamiento político hegemónico de
esta fase de la modernidad.
Los periódicos acompañaron en el
siglo XVIII a la revolución industrial, a la expansión del capitalismo, al liberalismo
que creó al ciudadano, la igualdad ante la ley y el derecho a la propiedad,
premisas con las cuales nace la democracia moderna. Pero, también, la imprenta
y los periódicos permiten la expansión del pensamiento social, en particular de
las ideas de Marx, que representó a aquella clase que de súbito se transformó
en un ser libre de vender su fuerza de trabajo en el mercado y en un sujeto
político que expandió los confines de la democracia e instaló el principio de
la igualdad social.
Hay más radicalidad y liberalidad
cultural en la sociedad que en estratos importantes de la política y de los
políticos y ello se expresa a través de las redes sociales.
Es el paso a la tecnología de la
imagen, el surgimiento de la televisión, que cambia la forma de vivir de las
sociedades, lo que permite a McLuhan (1990) predecir que esta nueva forma de
comunicar iba a transformar el mundo en una Aldea Global, lo que se
profundizaría cuando el satélite permitió trasmitir imágenes y “comunicar en
tiempos reales a gran distancia”.
La influencia del medio
televisivo sobre la vida privada de los ciudadanos es uno de los fenómenos
centrales en la evolución de la sociedad contemporánea. Se trata de un fenómeno
que produce incluso una auténtica mutación antropológica, ya que incide en los
parámetros cognoscitivos, en las disposiciones emotivas, en el imaginario
colectivo, en el sentido, en los ritmos y los contenidos de la existencia
cotidiana.
La sociedad de los últimos 40
años del siglo XX y del primer decenio del siglo actual, ha estado regida por
la influencia de los medios y en particular de los visuales. Televisión y video
han orientado y, en gran medida, determinan la composición de significados, las
representaciones que nos hacemos de la sociedad, la definición de nuestros
deseos que creemos íntimos y libres.
En el tiempo en que decae la
lectura y la sistematización conceptual como modos de interrelacionarse con el
mundo, la imagen pasa a primer plano en su rol de componer nuestra concepción
de la realidad.
La televisión hegemónicamente
reemplaza en muchos aspectos a la escuela como principal aparato educador y las
instituciones clásicas encargadas de la socialización de los individuos, entre
ellas, los propios partidos políticos pierden influencia y efectividad.
Se sale, como señala Sartori
(1989), del “mundo de las cosas leídas” para entrar en el “mundo de las cosas
vistas”. Hay un paso del “homo sapiens” al “homo videns” y, por tanto, al de un
ser humano donde el significado de las cosas ya no se da en términos de
conceptos sino de imágenes y de emociones.
A diferencia de McLuhan, que
confiere a la TV un rol esencial en el surgimiento de la globalización,
verdadero gestor de la “Aldea Global” como efectivamente ha ocurrido, parte
importante de la intelectualidad, sobre todo europea, ha sido despiadadamente
crítica con el rol, considerado excesivo, de la TV en la vida de la sociedad.
¿PRISIONEROS DE LO VIRTUAL?
De Carl Schmitt a Luhmann y a
Habermas la sociología y la filosofía europea colocaron el acento en el impacto
de los medios de comunicación sobre los espacios tradicionales de la
democracia, mostrando la creciente influencia sobre los procesos de formación
de la opinión pública.
En un momento el filósofo francés
Jacques Derrida (1989), para el cual “la democracia es solo una promesa y está
aún por venir”, avanzó una propuesta de “aggiornamento” de la democracia,
basada en la idea de una “opinión pública independiente”, es decir, una opinión
pública que sepa interrogarse críticamente sobre los principios mismos de la
democracia, comenzando por la idea de la democracia.
Sin embargo, el mismo Derrida
sostuvo que la independencia de la opinión pública está más que nunca amenazada
por los medios de comunicación de masas. Su conclusión es muy radical, “la TV
hace mal a la democracia” y, por tanto, señala, “es necesario luchar contra la
nueva censura que amenaza a las sociedades liberales: la acumulación, la
concentración, los monopolios de la comunicación que pueden reducir al silencio
todo aquello que no entra en sus propios esquemas”.
Esta nueva censura, sostiene
Derrida, combina concentración y fraccionamiento, acumulación y privatización
comunicativa para obtener esencialmente un resultado: el conformismo político
de los ciudadanos. Por ello plantea que contra la “nueva censura” es necesario
hacer valer, como derecho fundamental, el derecho a réplica, en su acepción más
extendida.
También Karl Popper (1994), uno
de los padres de la sociedad liberal abierta, en su último ensayo antes de su
muerte, se ocupa de lo que llama “los peligros que emanan de la Televisión para
la libertad”
“La democracia, sostiene Popper,
consiste en el control del poder político. Esto es lo que la caracteriza. Por
ello, en la democracia no debiera haber un poder político cualquiera que no
esté sometido a control. Y el caso es que la Televisión se ha convertido en un
poder político colosal. Podría decirse que es incluso el más importante de
todos, casi como si hablase de Dios mismo. Y así será un día, si seguimos
permitiendo el abuso por parte de este medio de comunicación”.
Por su parte, el sociólogo
norteamericano y experto en comunicación de masas, Todd Gitlin (1994),
fundamenta la acusación que se hace a los medios norteamericanos de degradar la
política. Destaca que la influencia de los medios y especialmente de la TV en
relación a las campañas políticas, tiende a banalizar la competencia, ya que se
destacan aspectos de imagen más que propuestas y contenidos, imitando las
formas deportivas y del espectáculo.
Es obvio, que la Televisión
cambia el lenguaje de la política que no está determinado por el tiempo
destinado a hacer comprensible el argumento a la gran masa sino a los tiempos
del “efecto sonido e imagen” que la TV transmite y que es seleccionado a través
del montaje por la propia Televisión.
LA TELEVISION COMO GRAN ESFERA
PÚBLICA
Lo real, es que el paso creciente
de la sociedad industrial a la sociedad electrónica se verificó a través de la
“puesta en escena” de la inmaterialidad, es decir, de los hechos desradicados
de los lugares físicos y de la memoria.
La visión crítica de
intelectuales europeos y norteamericanos sobre el rol de la TV, se apoyó en que
el presente se caracteriza por la analogía y la homología entre la crisis de
las grandes filosofías de la historia y la crisis del imaginario colectivo,
construido por los grandes medios históricos, como el cine, la radio, la prensa
de masas. Ello fue reemplazado crecientemente por formas de comunicación y de
tecnología “autohipotéticas”, de medios expresivos, de elaboración de lenguajes
que llegan a la artificialidad del sujeto.
La TV y la tecnología de las
comunicaciones fueron vistas, unilateral y reductivamente, como un riesgo de
desestructuración de lo social hacia otros polos de atracción.
Los representantes de la Escuela
de Frankfurt, especialmente Adorno y Horkheimer (1987), van más allá en su
crítica al papel de la TV y de la industria cultural en general, convertida en
una “industria de las diversiones”, la cual reduciría al ciudadano a una
“censurable calidad de consumidor” .De esta forma, se liga directamente la
crisis del sistema político democrático a la política de los medios. Althusser
(1971) mismo se declaraba defraudado de las expectativas emancipadoras de los
medios electrónicos convertidos, según él, en “aparatos ideológicos del Estado
o en represoras industrias elaboradoras de la conciencia”.
Para muchos intelectuales, el
desarrollo del medio televisivo resulta nocivo para la política, porque
produciendo mundos virtuales y estableciendo una gran confusión entre historia,
realidad y ficción, ello lleva a evaporar los espacios públicos hasta convertir
a la sobremodernidad de los medios en la productora de no lugares y ellos,
junto al relato y a la estructura social, resultan indispensables para la
política.
Más allá del análisis crítico que
ha acompañado en su historia a la televisión, lo cierto es que ella se
transformó en estos 60 años en una verdadera “dictadura”, en la agenda de las
personas de las más diversas extracciones sociales, sexuales, etarias,
ocupacionales y geográficas.
En los inicios de la sociedad de
la información casi nada pareció sustraerse a la mediación televisiva. A través
de la pequeña pantalla, vía cable o vía satélite, nos llega un flujo creciente
de información y de estímulos simbólicos. Omnipresente, en una era de
debilitamiento de las grandes pasiones sociales como la que se ha vivido por
varios decenios, la televisión se constituyó en una especie de “gran esfera
pública”. De ella ha estado dependiendo, en buena medida, nuestra vida privada,
siempre más fragmentada en un tejido social diferenciado y complejo.
Aun cuando es claro que el
predominio absoluto de la imagen puede generar consecuencias negativas respecto
de la conformación de una conciencia crítica sobre la sociedad actual, sin
embargo, sería superficial un alegato sobre la manipulación homogeneizante, sin
entender que el avance de los medios existe y lo que corresponde es especificar
las características de la nueva situación cultural para que la política actúe
con su propia identidad de ideas y utilice los medios para repolitizar la
sociedad.
El mensaje comunicativo llega a
lo que Foucault y Lacan llaman “la secreta trama” desde la cual miramos y que
permite constituirnos en sujetos. Hay que tener presente que la información
transforma la propia identidad y su significado comenzará a redefinir al sujeto
en la misma medida en que influye en su lenguaje, en su sentido común, en su
lectura del mundo.
Sin embargo, para el teórico
francés Lucien Sfez (1988), que busca explicar el carácter apocalíptico de las
críticas a la televisión y al sistema de medios desde el mundo intelectual
europeo, especialmente en los años 80 y 90, ellas corresponderían a un afán
desesperado por encontrar “un elemento capaz de mantener el consenso” cuando se
han perdido los criterios de legitimidad como los factores tradicionales de la
integración social, fenómenos estructurales que van mucho más allá de la
influencia de los medios.
Obviamente es miope no reconocer
que, gracias a la influencia del medio televisivo, el horizonte cognoscitivo y
las posibilidades de experiencia de las sociedades se han dilatado enormemente,
que se ha expandido la dimensión de la esfera pública. No hay duda de que,
gracias a la televisión, la vida emotiva e intelectual es hoy potencialmente
más rica, más compleja, más integrada. No hay dudas, por ejemplo, de que
gracias a la televisión se denunciaron masivamente la discriminación de los
afroamericanos en EE.UU., el apartheid en Sudáfrica, los crímenes horrendos de
las dictaduras latinoamericanas, la falta de libertad en los llamados
socialismos reales y el desplome de esos regímenes, como también la expansión
de los valores y principios de la democracia que se universalizaron, la
colocación planetaria de nuevos temas referidos a la libertad e igualdad de los
seres humanos, todo lo cual ha contribuido a crear presión mundial y a cambiar
esta situación.
Sin embargo, el sobrecargo
simbólico hace difícil para todos seleccionar racionalmente los contenidos de
la comunicación. Para nadie es fácil controlar los significados y la
atendibilidad del mensaje que recibe, ni establecer una relación interactiva
con la emitente que transmite, dado que justamente se caracteriza por que no ha
logrado ser interactiva.
Régis Debray (1995) culpa
directamente a los medios, en especial a la televisión, de “aumentar la
información devaluando la comprensión”, agrega que “la producción de imagen
anula los conceptos y con ello la capacidad de entender”, lo cual para lo social
y lo político representa un enorme vacío. Baudrillard habla del aumento de la
cantidad a cambio de la multiplicación de la irrelevancia. O, como dice
Heriberto Muraro, para connotar los supuestos efectos nocivos de la televisión,
ella transforma “a los partidos políticos en instituciones vacías y la
información y la educación en entretenimiento”.
La televisión nos presenta
incesantemente los acontecimientos de un mundo del que muchos no forman parte o
que no es lograble para una gran mayoría de los telespectadores. Se ha
asistido, pasivamente, sin capacidad de crítica ciudadana, a la gestación de
una humanidad electrónica de la cual se transmite una interminable telecrónica
directa, suspendida en una dimensión atemporal, sin pasado ni futuro.
LA DIGNIDAD DE LO VISIBLE
Esto nos traslada a un mundo
donde la dignidad de lo visible es la que permite la dignidad de la acción y no
a la inversa. Ciertamente la visibilidad del mundo vivido es clave para la
configuración de las relaciones sociales, para identificar sujetos y cosas.
Mientras caían las certezas
ideológicas del siglo XX, la imagen televisiva emergió como una sólida
objetividad, como un puerto seguro. Se afirma como una imagen inmediata del
mundo, como su verdad. Mientras el cine es deliberadamente una obra de arte y
la radio no está en condiciones de producir significados suficientemente
realistas de la experiencia directa, la televisión es por vocación profunda,
contacto directo, documentación, actualidad. No es solo ficción, revocación o
profecía. Ella es una verdadera “revelación” al mundo de la actualidad del
mundo.
Jacques Baudrillard se preguntó
“surrealistamente” si la Guerra del Golfo del inicio de los 90 existió
verdaderamente o si no fue una inmensa construcción espectacular, una narración
mandada en onda del sistema televisivo internacional, según un esquema dictado
por las grandes potencias económicas e informáticas del planeta.
Esto, porque es cierto que la
comunicación televisiva funciona sobre la base de una lógica autorreferencial:
se organiza como un mundo en sí mismo, habla de sí misma, refiere a sí misma
toda experiencia y constriñe a toda experiencia a hacer referencia a su
universo simbólico. Mientras parece ocupada eternamente en hablar de cosas que
le son externas, en realidad lo hace siguiendo un estilo particular: lo que
dice es la realidad sin alternativa posible.
Todo ello hace que sea necesario,
desde el punto de vista de la sociología y de la política, dedicar una mayor
atención a la relación entre “media” y el sistema social en su conjunto como
premisa para el desarrollo de un “approccio” sociocognitivo al tema del efecto
de la comunicación medial en el tiempo.
Las funciones generales son
múltiples: las funciones cognitivo-informativas, las funciones integrativas de
autoidentificación y de absorción de las desilusiones, las funciones
ético-retóricas de reforzamiento de las normas sociales, las funciones meritocráticas
de atribuciones de autoridad y prestigio y, sobre todo, las funciones derivadas
de la experiencia directa. La absorción de un exceso de información y de
consumo televisivo termina por transformarse en un sustituto de la propia
acción.
Lo objetivo es que la televisión
ha entregado y entrega identidad especialmente en el mundo juvenil, en una
sociedad fluida donde ni la religión, ni la figura del trabajo, ni la política,
ni la familia, tienen un rol suficientemente sólido como para desenvolverse en
la función tradicional de ser factores casi únicos de formación, como en el
pasado, y puntos seguros de referencialidad. En buena medida, la identidad
cultural es modelada en función de las “celebridades” y es, por tanto, efímera
y unilateral.
Por ello podemos decir, como lo
anticipaba McLuhan, que la televisión es un instrumento de gran poder cultural.
Es decir, la televisión no es sólo un medio de entretención, una oferta de
imágenes, una nueva “mascota” que sirve de acompañamiento, un tranquilizante,
sino que la televisión es una maestra de comportamientos, de costumbres y
orientaciones de vida, de discursos, de sentimientos y también de la propia
personalidad.
Mucho de esto ha acontecido no
sólo en virtud del crecimiento del poder de la televisión sino, también, a
causa de la pérdida de poder de otras instituciones y de la política. La
televisión llena todos los espacios formativos y de hábitos que otras
instituciones han dejado descubiertos o que no han sabido transformar de
acuerdo a los tiempos. Ello ha sido y es parte de la crisis de los partidos que
más bien han debido adaptarse a las nuevas restricciones del formato y a que la
televisión les arrebatara espacios y roles que fueron, en los años dorados de
los partidos, parte de sus funciones.
La televisión opera sobre todo a
través de la creación de un tejido de experiencias. Como bien señala el
estudioso norteamericano Raymond Williams, una de las características más
notables de la televisión es la enorme profusión de historias que ofrece. Nunca
antes, generaciones de seres humanos estuvieron expuestas a una multitud de
narraciones como hoy y, por tanto, esas narraciones se incorporan a nuestra
cotidianeidad. La televisión es “fluida”, una cosa conduce a la otra, la gente
mira la televisión, no unidades narrativas distintas y preseleccionadas. El
“control remoto” que permite el “zapping” por centenares de canales –lo cual
provoca la alegría de los teóricos posmodernos que celebran la cultura de
remezclamiento como ejercicio de la libertad– evidencia un viaje por una
multitud de historias, pasado y presente está mezclado y todo es parte de la
realidad virtual con la cual convivimos diariamente.
Detrás de esta velocidad en el
transcurrir se transmite el sentido de la velocidad de una versión comercial de
la vida urbana, de la abundancia de objetos de consumo, de la superficialidad
en las relaciones sociales.
La publicidad y, más en general,
una buena parte de la programación televisiva, nos invitan a pensar como
consumidores cuando se tiene dinero, como frustrados cuando no se tiene acceso
a lo que muestra la televisión, pero no como ciudadanos.
Esto hace decir a muchos
estudiosos que la videopolítica ha promovido la democracia pasiva, ha generado
la democracia del público, y debilita a la democracia del razonamiento, ya que
el tipo de sensibilidad que la televisión cultiva no promueve el empeño de la
gente en la política. En una sociedad donde los cambios son extremamente
veloces y prolifera la complejidad, los mass media tienden a reducir sentidos y
a aplanar los significados.
El politólogo italiano Furio
Colombo (1976), al diferenciar entre “territorio real” y “ territorio visivo”,
lo grafica así: “La democracia visiva es inversamente proporcional a la
efectiva participación democrática de los hombres en sus propias instituciones”
y agrega que “la comunicación visiva se plantea como un nuevo territorio e
induce a tal desalojo organizativo y político del territorio real que la
presencia y la fuerza del territorio visivo provocan el desamparo y la desactivación
de la acción social en el territorio real”.
DE LA TECNOLOGIA ELECTRÓNICA A LA DIGITAL
El paso de la tecnología
electrónica a la digital en las comunicaciones influye en la formación de una
nueva subjetividad ligada ya no a la calidad de espectadores de la televisión,
que necesita público que vea su programación, sino a un protagonismo de la
sociedad civil que con los instrumentos interactivos de lo digital, que son
móviles, puede autoconvocarse, tener voz al margen de los medios tradicionales
y exigir participación en las decisiones políticas.
Las nuevas fronteras de la
tecnología de la información amplían el espectro de opinión pública y, en
particular, la conexión computador-teléfono-Internet y sus ramificaciones,
hacen posible el surgimiento de nuevas formas de comunidad y les dan una enorme
oportunidad a la política y a los partidos en la medida que ellos también sean
capaces de pasar de lo análogo a lo digital y que utilicen las nuevas
tecnologías de la información para escuchar y consultar a la ciudadanía,
horizontalizando la democracia .
Vivimos un cambio de época
marcado por los efectos de la globalización y la influencia creciente de la
revolución digital. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones
han permitido el surgimiento de redes sociales al margen o más allá de las
estructuras de los partidos políticos y de las instituciones del Estado.
Ello ha ocurrido en países
árabes, europeos y en América, donde frente a crisis de índole económica,
social o política, los sectores descontentos se organizan con gran eficacia en
redes sociales.
De esta forma plantean no solo
sus reclamos, sino que sus propias alternativas de solución, exigiendo cambios
a los poderes institucionales a través de masivas movilizaciones. Incluso, como
ha ocurrido en países árabes, esto ha generado la caída de gobiernos
dictatoriales que por décadas sojuzgaron a sus pueblos.
La sociedad en red se organiza
utilizando las modernas tecnologías de las comunicaciones a través de las
cuales han construido nuevas relaciones de poder que compiten o sobrepasan a
los partidos políticos, a los gobiernos y a los parlamentos, poniendo en tela
de juicio a la democracia representativa tradicional y la capacidad
organizadora de la pluralidad ciudadana que había correspondido hasta ahora
casi plenamente a los partidos políticos.
Lo anterior significa que hoy el
poder comienza a repartirse de manera distinta entre sociedad civil y la
sociedad política.
Como recuerda el politólogo
italiano Stefano Rodotà (2004), “además de las fragilidades endógenas, un
enorme remezón llegó a través de la globalización que impuso una nueva forma de
democracia, la doxocracia o democracia de la opinión pública, en la que la voz
de los ciudadanos puede alzarse en cualquier momento y desde cualquier lugar
para formar parte del concierto cotidiano”.
Del predominio determinante de la
televisión, y sobre todo de la satelital, que dotó a los seres humanos de
cualquier lugar del planeta de un nivel de información como nunca antes en la
historia de la humanidad, entramos hoy a la era digital, donde la comunicación
deja de ser vertical, deja de ser de pocos a muchos, espacio análogo que
constituía también el escenario privilegiado de las cosas e instrumentos de la
política.
La forma de comunicar deja de ser
un espacio más de la política y se transforma en el espacio donde se ejerce la
política. Ello debilita, sin duda, el rol de la intermediación de todas las
instituciones que fueron características en la democracia y que son
sobrepasadas por un ciudadano que se transforma en receptor y transmisor de
frases, textos, sonidos e imágenes.
Los ciudadanos se autoconvocan,
emiten sus propios mensajes, fijan agendas, condicionan a los parlamentos y a
los gobiernos, lo cual coloca en tela de juicio, relativizan o establece
desafíos mayores a la acción de los partidos y de los parlamentos, que aparecen
actuando en una sintonía distinta a la de la sociedad y que, sin embargo, han
sido y siguen siendo columnas vertebrales del sistema democrático.
La democracia está cada vez más
marcada por esta nueva forma de ciudadanía y los partidos, parlamentos y demás
instituciones, están obligados a adecuarse a estos fenómenos con mecanismos
cada vez más abiertos que respondan a las exigencias de protagonismo
participativo de la sociedad civil.
Junto a ello, las nuevas
tecnologías cambian los tiempos de la política y de la propia democracia representativa
y esto no puede no afectar al trabajo parlamentario que tiene sus tiempos y
donde el debate y la búsqueda de acuerdos es la base de su actividad.
El juicio ciudadano se forma hoy
en una óptica nueva, determinada por la velocidad de las comunicaciones y
quisiera que los parlamentos respondieran a sus aspiraciones en ese ritmo.
Asistimos, además, a una pérdida de densidad de la política y a una fuerte
personalización de ella.
Castells explica que el mensaje,
más que ideología o proyecto, tiende a ser hoy el personaje mismo.
La propia adscripción de los
electores a los programas se debilita y una enorme masa de ellos fluctúa entre
una y otra alternativa, de pronto de sectores ideológicos y políticos muy
distintos en su contenido, viendo qué ofrece cada cual, con menos sujeción al
plano ideal y mucho más a la oferta de corto plazo del candidato.
Hay, por tanto, un cambio en la
política. El fenómeno de la desideologización y la crisis de las utopías han
terminado con las claves interpretativas de la realidad y con las propuestas
que anunciaban sociedades superiores. Hoy la política es más pragmática,
radicada en el presente, como si fuera inamovible, y con insuficientes
proyectos de futuro si consideramos las demandas crecientes de la sociedad, lo
que la hace aún menos atractiva.
Hay un evidente retraso cultural
de la política para comprender e interpretar los nuevos fenómenos y temas
globales. Los partidos, nacidos en tiempos de Estados nacionales fuertes,
tienden a tener una visión y a dar respuestas locales, mientras las redes y los
nuevos temas que se instalan a través de las comunicaciones son globales y
frecuentemente sobrepasan lo que los partidos conservadoramente estuvieron
dispuestos a hacer en materia de cambios.
Hay más radicalidad y liberalidad
cultural en la sociedad que en estratos importantes de la política y de los
políticos y ello se expresa a través de las redes sociales.
Este descontento responde sin
duda a las aspiraciones sociales no atendidas, a las formas elitistas y
autorreferenciales con que operan los partidos e instituciones, a los escasos
espacios de participación que la ciudadanía tiene en las decisiones, y,
también, a las prácticas contrarias a la probidad que generan un fuerte repudio
de la opinión pública, que tiende a generalizarlas.
Los sondeos de opinión, en el
mundo, demuestran que la mayoría de los ciudadanos valora la democracia y a las
instituciones de la democracia, pero está descontenta con la forma en que ella
se ejerce y sus logros.
Recomponer la fractura entre
instituciones de la democracia y ciudadanía pasa por más y mejor democracia y
hoy las nuevas tecnologías permiten que la ciudadanía sea consultada
fácilmente, que se creen canales de expresión de ida y venida, que aparezcan
nuevas formas de comunidad y que los ciudadanos conectados pero a, a la vez,
movilizados, disputen la formulación de la Agenda política y social a los
medios.
Sin embargo, las críticas agudas
que se vertieron sobre la total hegemonía de la televisión, se vierten hoy
también hacia la tecnología digital y sus instrumentos. Paul Virilio (1997),
frente a la profundidad del desencanto ciudadano por las instituciones y el
propio ejercicio de la democracia, sostiene que esta democracia está “amenazada
en su temporalidad, pues el tiempo de espera para un juicio tiende a ser
suprimido… La democracia automática elimina esta reflexión en beneficio de un
reflejo”.
POR ANTONIO LEAL
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