Hace poco estuve en Guatemala,
país que siempre pensé era uno de los territorios más pobres del planeta.
Confieso que fui un poco obligado porque mi nuera tuvo la idea extravagante de
bautizar a mi nieta en un bautizo comunal de indiecitos mayas en un pueblito de
ese país.
La ceremonia tuvo lugar en una
comunidad a orillas del Lago Atitlán (el más bello que he conocido en mi
vida). La iglesia estaba llena de
indígenas mayas con sus coloridas vestimentas características de las distintas
tribus de la región. El punto discordante lo constituía mi familia porque
éramos los únicos obviamente “no mayas”.
Descubrí un grupo humano
maravilloso, humilde, bien educado, extremadamente laborioso y agradable. Quedé
tan impresionado que le di las gracias a mi nuera por haber tenido la genial
ocurrencia de bautizar allí a mi nieta.
Pero mi aventura familiar no es
el objeto de este artículo. Lo que me mueve a escribirlo son los contrastes que
noté entre esa rica Guatemala pobre y esta pobre Venezuela rica.
Guatemala, al igual que otros
países centroamericanos, sufrió una guerra civil devastadora entre 1960 y 1996
en la que murieron unas 200.000 personas a lo largo de unos 36 años. Unas 5.555
por año. ¡Qué horror! Pues bien, resulta
que en Venezuela en los últimos 17 años de locura han muerto más de 250.000
personas, en promedio unas 14.795 por año, asesinadas en esta pavorosa guerra
inducida que la violencia del discurso oficial o la incapacidad gubernamental
han propiciado. Solamente en el 2015 se estima que unas 27.785 personas fueron
víctimas de homicidios (90 por cada 100.000 habitantes). Comparada con Caracas
-que ha sido declarada la ciudad más violenta del mundo- Guatemala luce como un paraíso.
Ciudad de Guatemala se ha
recuperado y es una urbe moderna y pujante, escrupulosamente limpia, sin huecos
en la calle, cuyos habitantes son educados y atentos. Es más, ante las
acusaciones de corrupción que se le formularon al gobierno, los guatemaltecos
salieron a las calles, pacífica y ordenadamente, provocando que el presidente y
la vicepresidente renunciasen y quedasen detenidos a la orden de los
tribunales. Después hubo elecciones que nadie impugnó. ¡Qué envidia!
Estando allí me vi en la
necesidad de retirar dinero en un cajero automático en el pueblito indígena
donde tuvo lugar el bautizo de mi nieta. Pensé que no habría ninguno. Para mi
sorpresa el cajero me ofreció la alternativa de retirar el dinero en dólares o
en quetzales (moneda local). “¿En un pueblito de Guatemala? (pensé para mis
adentros) ¡Qué envidia!”
En Ciudad de Guatemala las calles
pululaban de automóviles de todas las marcas, muchos muy lujosos y todos
nuevos. Decidí hacer unas compras. Me llevaron a unos centros comerciales que
me dejaron con la boca abierta. No existe en toda Venezuela ni uno solo que le
dé ni por los tobillos a algunos de los que vi en Guatemala. Allí se podía
comprar cualquier cosa imaginable incluso
de las casas de moda más exclusivas de Paris, Nueva York, Roma o Londres
. De hecho una amiga me había pedido que le llevara mazapán. Me llevaron a un
supermercado que se especializaba sólo en productos traídos de España. “¿En Guatemala?” (me volví
a preguntar). Pues sí, allí existen supermercados enteros que se especializan
sólo en productos franceses o italianos
o japoneses y otros sólo en productos alemanes. ¡Qué envidia!
Ni que decir de los supermercados
normales. No existe, por supuesto, nada que se parezca a un racionamiento. La
inflación es mínima. Nada de escasez, ni día de compra por terminal de la
cédula, ni mucho menos máquinas
captahuellas. Todos los productos abundan con un colorido espectacular y
hermosamente ofrecidos al público. En suma, Guatemala es un país normal.
Pensaba en todo esto ayer
mientras intentaba entrar a un supermercado en Caracas. La cola era
kilométrica. No conseguí azúcar, ni leche, ni café, ni arroz, ni carne, ni
pollo, ni papel toilette, ni jabón, ni
detergente , ni desodorante, ni la mayoría de las cosas que necesitaba. Otras
las había pero no me las vendían porque no me tocaba el día. Para pagar tuve
que hacer otra cola gigantesca.
De repente un señor mal encarado
se me atraviesa y me dice: “yo voy aquí”. Por supuesto me negué. Entonces se
paró detrás de mí y dijo: “entonces voy aquí”. “Pregúnteselo a quienes se les
está coleando” le espeté. Los de atrás prefirieron quedarse callados. El señor
simplemente se fue. Cuando ya estaba llegando a la caja se presentaron unas
mujeres con cara de malandras -típicas bachaqueras- y dijeron que ese era su puesto porque se lo
estaban cuidando. Trataron de colearse empujando a todos con su carrito. Cuando
les reclamé que ahí no se podían meter, me contestaron que ellas se metían
donde les daba la gana. Llamé a seguridad y en ese momento entre el bululú de
bachaqueros surgió el mismo señor mal encarado de antes, que obviamente cobraba
por cuidar puestos en varias colas a la vez:
“No, no”, les dijo, “Uds van es
detrás del señor”.
¡Qué desastre! ¿Qué le ha pasado
a nuestra pobre Venezuela rica? ¿Cómo hemos hecho para dilapidar más de 1,3 millones de millones de dólares
petroleros en tan poco tiempo? ¿Cómo hemos terminado en esta locura?
Por José Toro Hardy
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