lunes, 1 de febrero de 2016

VÍA CRUCIS EN UN AUTOMERCADO DE VENEZUELA

Hace poco estuve en Guatemala, país que siempre pensé era uno de los territorios más pobres del planeta. Confieso que fui un poco obligado porque mi nuera tuvo la idea extravagante de bautizar a mi nieta en un bautizo comunal de indiecitos mayas en un pueblito de ese país.
La ceremonia tuvo lugar en una comunidad a orillas del Lago Atitlán (el más bello que he conocido en mi vida).  La iglesia estaba llena de indígenas mayas con sus coloridas vestimentas características de las distintas tribus de la región. El punto discordante lo constituía mi familia porque éramos los únicos obviamente “no mayas”.

Descubrí un grupo humano maravilloso, humilde, bien educado, extremadamente laborioso y agradable. Quedé tan impresionado que le di las gracias a mi nuera por haber tenido la genial ocurrencia de bautizar allí a mi nieta.
Pero mi aventura familiar no es el objeto de este artículo. Lo que me mueve a escribirlo son los contrastes que noté entre esa rica Guatemala pobre y esta pobre Venezuela rica.
Guatemala, al igual que otros países centroamericanos, sufrió una guerra civil devastadora entre 1960 y 1996 en la que murieron unas 200.000 personas a lo largo de unos 36 años. Unas 5.555 por año.  ¡Qué horror! Pues bien, resulta que en Venezuela en los últimos 17 años de locura han muerto más de 250.000 personas, en promedio unas 14.795 por año, asesinadas en esta pavorosa guerra inducida que la violencia del discurso oficial o la incapacidad gubernamental han propiciado. Solamente en el 2015 se estima que unas 27.785 personas fueron víctimas de homicidios (90 por cada 100.000 habitantes). Comparada con Caracas -que ha sido declarada la ciudad más violenta del mundo-  Guatemala luce como un paraíso.
Ciudad de Guatemala se ha recuperado y es una urbe moderna y pujante, escrupulosamente limpia, sin huecos en la calle, cuyos habitantes son educados y atentos. Es más, ante las acusaciones de corrupción que se le formularon al gobierno, los guatemaltecos salieron a las calles, pacífica y ordenadamente, provocando que el presidente y la vicepresidente renunciasen y quedasen detenidos a la orden de los tribunales. Después hubo elecciones que nadie impugnó.  ¡Qué envidia!
Estando allí me vi en la necesidad de retirar dinero en un cajero automático en el pueblito indígena donde tuvo lugar el bautizo de mi nieta. Pensé que no habría ninguno. Para mi sorpresa el cajero me ofreció la alternativa de retirar el dinero en dólares o en quetzales (moneda local). “¿En un pueblito de Guatemala? (pensé para mis adentros) ¡Qué envidia!”
En Ciudad de Guatemala las calles pululaban de automóviles de todas las marcas, muchos muy lujosos y todos nuevos. Decidí hacer unas compras. Me llevaron a unos centros comerciales que me dejaron con la boca abierta. No existe en toda Venezuela ni uno solo que le dé ni por los tobillos a algunos de los que vi en Guatemala. Allí se podía comprar cualquier cosa imaginable incluso  de las casas de moda más exclusivas de Paris, Nueva York, Roma o Londres . De hecho una amiga me había pedido que le llevara mazapán. Me llevaron a un supermercado que se especializaba sólo en productos  traídos de España. “¿En Guatemala?” (me volví a preguntar). Pues sí, allí existen supermercados enteros que se especializan sólo en productos franceses o  italianos o japoneses y otros sólo en productos alemanes. ¡Qué envidia!
Ni que decir de los supermercados normales. No existe, por supuesto, nada que se parezca a un racionamiento. La inflación es mínima. Nada de escasez, ni día de compra por terminal de la cédula,  ni mucho menos máquinas captahuellas. Todos los productos abundan con un colorido espectacular y hermosamente ofrecidos al público. En suma, Guatemala es un país normal.
Pensaba en todo esto ayer mientras intentaba entrar a un supermercado en Caracas. La cola era kilométrica. No conseguí azúcar, ni leche, ni café, ni arroz, ni carne, ni pollo, ni papel toilette, ni jabón,  ni detergente , ni desodorante, ni la mayoría de las cosas que necesitaba. Otras las había pero no me las vendían porque no me tocaba el día. Para pagar tuve que hacer otra cola gigantesca.
De repente un señor mal encarado se me atraviesa y me dice: “yo voy aquí”. Por supuesto me negué. Entonces se paró detrás de mí y dijo: “entonces voy aquí”. “Pregúnteselo a quienes se les está coleando” le espeté. Los de atrás prefirieron quedarse callados. El señor simplemente se fue. Cuando ya estaba llegando a la caja se presentaron unas mujeres con cara de malandras -típicas bachaqueras-  y dijeron que ese era su puesto porque se lo estaban cuidando. Trataron de colearse empujando a todos con su carrito. Cuando les reclamé que ahí no se podían meter, me contestaron que ellas se metían donde les daba la gana. Llamé a seguridad y en ese momento entre el bululú de bachaqueros surgió el mismo señor mal encarado de antes, que obviamente cobraba por cuidar puestos en varias colas a la vez:  “No, no”,  les dijo, “Uds van es detrás del señor”.
¡Qué desastre! ¿Qué le ha pasado a nuestra pobre Venezuela rica? ¿Cómo hemos hecho para dilapidar  más de 1,3 millones de millones de dólares petroleros en tan poco tiempo? ¿Cómo hemos terminado en esta locura?


Por José Toro Hardy

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