Nicolás preside una dictadura de
mucho ruido y pocas nueces. Esta expresión, sacada y traducida arbitrariamente
por los modos castellanos desde la obra de William Shakespeare, desnuda al
vociferante dictador que, frente a un insipiente grupo de pagados y forzados
seguidores en Miraflores, hace una alharaca poco creíble de su poder.
Este triste y debilucho comunista
trata de convencerse, por medio de amenazas a Estados Unidos, de que todavía
tiene el sartén agarrado por el mango. Nada más trágico que este hombre
haciendo el papel de dictador que nadie le toma en serio. ¿De verdad cree que
así convence al país de su poder? Incluso resulta dudoso que a estas alturas él
se coma su propio cuento. Tan inverosímil es esta estrategia que hay que
atribuírselo a otro acto de circo, entre los muchos que el chavismo hace, para
banalizar la realidad que aqueja al país.
No importa cuántos discursos haga
el dictador mientras los problemas del país sigan presentes. Las colas para
comprar alimentos, la subida indetenible del dólar, la disminución del poder
adquisitivo del ciudadano, la inseguridad, la violencia institucionalizada, las
torturas a los presos políticos, los guisos, los carteles soleados y la
destrucción del futuro seguirán allí sacándole el pecho al verbo del monigote,
dándole palo a su popularidad, forzándolo a la radicalización, diciéndole que
se está quedando solo en su necedad de jugar al totalitarismo.
La verdad es que Nicolás poco
poder tiene, porque ya poco apoyo tiene. Esto es cierto si se piensa que el
poder es ser obedecido sin amenazar a los demás con el uso de la violencia. De
lo contrario, ¿de qué se trata la democracia? Hannah Arendt, filósofa que
seguramente se hubiese mofado de esta dictadura tropical, arguye que
“políticamente hablando lo cierto es que la pérdida de poder se convierte en
una tentación para reemplazar al poder por la violencia”. Nada más certero para
estos tiempos en los que la revolución, al haber perdido su legitimidad frente
al pueblo, se ha volcado a la violencia.
La dictadura se mantiene en pie
gracias al terror que infunde la muerte. Eso es lo único que le queda a
Nicolás, ir quitándole la vida a los demás, porque para solventar los problemas
del país se ha confesado inútil, exponiendo así su brutalidad. El dictador solo
sirve para matar a niños de 14 años que creen en las libertades que él
desprecia. La violencia extingue al poder, porque el control que ejerce un
criminal a través del cañón es barbarismo, no poder político.
Es así como el dictador se esmera
en, de grito en grito, de tiro en tiro, ir infundiendo terror para ocultar, sin
éxito alguno, la debilidad que aqueja a su régimen criminal. De seguir así,
estará sordo para cuando tenga que escuchar el estallido del espectacular
fracaso de la revolución que conduce, porque los problemas reales del país no
se solucionan a punta de cañón ni se intimidan con gritos de hombre bruto.
Por Andrés Volpe/@andresvolpe
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