Venezuela es hoy un desgarro. Un desgarro crónico, espasmódico, un pico sostenido a veces por más tiempo del que podemos soportar. Es el difícil parto de un niño hipertrofiado, cuyo tránsito hacia la luz arrastra sangre y blanduras, las entrañas de una madre que sufre y aguanta: un dolor que no da tregua ni opciones. Las recientes noticias sobre presuntas torturas, atropellos contra detenidos y manifestantes pacíficos y en especial, las muertes de seis estudiantes por disparos en la cabeza en Zulia, Caracas y Táchira -incluido un niño, un liceísta de apenas 14 años- agregan nueva dimensión a ese dolor, al poner de manifiesto no sólo el desamparo de un país que empieza a contar duelos como quien cuenta dedos perdidos, sino la inusitada conducta de sus victimarios.
La respuesta de jóvenes miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, cuyos actos parecieran responder al acatamiento de órdenes sin reflexión sobre sus consecuencias, nos hace pensar en la tenebrosa idea de la “Banalidad del mal” sobre la cual nos advierte Hanna Arendt. ¿Estamos siendo víctimas de un sistema que sostenido en la validación del discurso de la violencia ha hecho de la práctica de actos “malvados” un trámite irrelevante? ¿Es posible que la sumisión a una ideología mute en íntima justificación de la crueldad?
Son muchas las preguntas, mucha la conmoción y la impotencia. Aún no nos recuperamos de la dentellada de la barbarie, el asesinato de Kluiverth Roa; de la reacción contra toda norma por parte de un funcionario de la PNB; de la versión borrosa o la respuesta insuficiente de voceros que tildan el asunto como “muy raro”, un “caso aislado”, como si con eso se le pudiese restar trascendencia. Seguimos naufragando, sin remedio ni sostén, a merced de una violencia que ha prendido con gustosa saña en todos los terrenos, y que muta desde el lenguaje del odio y la siembra del miedo, espoleando conciencias y trastocando valores, administrando interesadas congojas según sea un muerto “nuestro” o de “ellos”. A todos nos toca y hiere la tóxica rutina. La incapacidad para ponerse en los zapatos del otro –la deshumanización del enemigo, indispensable para habilitar esa narrativa de guerra– cobra víctimas a diestra y siniestra. “A mi hijo me lo asesinó el odio”, dice Vivian Nunes, la mamá de Kluiberth, el boy-scout, el liceísta, el muchachito del morral. Y pocos tendrán el valor de desdecirla.
A la luz de tales desafueros, es inevitable retornar a la controversia que generó la resolución 8610 sobre “normas de actuación de la FANB en el control del orden público, la paz social y convivencia ciudadana en reuniones públicas y manifestaciones”. Un instrumento que, tal como señala el colega Javier Ignacio Mayorca, introduce “la valoración subjetiva como detonante.” ¿Qué esperar de funcionarios que manifiestan su abierto compromiso con una causa política, al evaluar factores como la “actitud” de los manifestantes en un panorama de alta polarización como el de hoy? ¿No representa un riesgo esa discrecionalidad asumiendo que –tal como plantea el psicólogo Philip Zimbardo al hablar de los alcances del “Efecto Lucifer”– incluso la gente más bondadosa puede ser llevada a cometer maldades bajo circunstancias sociales adecuadas o sistemas de autoridad permisivos que desdibujan los límites del pensamiento individual?
En nuestro país, eso que Zimbardo llama el “sistema”, la fuerza situacional –los mandos, el poder institucional, el marco legal, la aviesa narrativa oficial– ha terminado articulando una influyente estructura ideológica y funcional capaz de producir más de una manzana podrida. Todo apunta, por tanto, a que si no se aplica alguna clase de censura desde el Poder, los “casos aislados” de uso desproporcionado de la fuerza sean cada vez más frecuentes, y que encuentren incluso del lado del chavismo más radical una extravagante justificación. Imposible esquivar, por ejemplo, lo que aún se lee en el portal de Aporrea (01/03/2014) respecto al caso de la oficial de la GNB, Josneidy Castillo (detenida por arremeter a cascazos contra Marivinia Jiménez) y quien según el texto en cuestión, “en respuesta de la dignidad como ser humano obedeció a sus instintos naturales de mujer al tratar de defender su patria como si fuera un hijo o una hija nacido o nacida de su propio vientre. ¿Es mala por eso?”.
No nos atreveríamos a responder a semejante despropósito, un argumento que a duras penas ensaya apretado acomodo en el contexto de una guerra inexistente, pero prolijamente impuesta y machacada en el paisaje de cierto imaginario colectivo. Cuando la defensa de la Patria termina siendo una disculpa para la agresión más despiadada, cuando la maldad o la bondad dependen del ojo interesado de quien estima, evalúa y juzga, sabemos que el llanto apremiante de tantas madres y padres venezolanos corre el riesgo de no ser escuchado.
Junto a ellos, sin embargo, un país desconcertado, roto, impensablemente sacudido por el desgarro que hoy lo atraviesa, está clamando por justicia.
* La filósofa Hannah Arendt, a quien cita la autora, hizo un ya clásico estudio sobre la banalidad del mal. En él defiende que el hombre que pasaba por ser el mayor asesino de Europa no era ningún “genio del mal”, trazando en ese texto la tesis de la banalidad del mal. Defiende que lo preocupante de la existencia del mal entre nosotros es que cualquier hombre, en determinadas circunstancias, puede reaccionar como Adolf Eichmann y realizar actos tremendamente malvados e inhumanos porque cree que es «su obligación» o «su trabajo».
Hannah Arendt |
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