Lo que vivimos no es nuevo. El
totalitarismo es homogéneo, mantiene las mismas obsesiones y cree que cualquier
cosa se puede lograr usando la violencia. Los dictadores se mueven entre la
banalidad de los objetivos y la ingenuidad criminal con la que usan el poder y
se sirven de él. No importa si se declaran “de derecha” o “de izquierda”. Todos
coinciden en la ausencia de límites y en el hecho de creer que sus revoluciones
justifican todo lo demás. Y que los opositores no deberían ser sino
desaparecer, ojalá por las buenas, y si no por las malas. El principio es el
desprecio absoluto por la condición humana y la despersonalización del
adversario al que siempre califican como entidad monstruosa, solamente porque
piensa distinto y tiene el coraje de enfrentar las arremetidas de las vías de
hecho.
Jorge Rafael Videla, confeso de
haber eliminado por lo menos a cinco mil de sus compatriotas argentinos, no
sintió nunca el menor arrepentimiento. Tal vez era capaz de reconocer algo
de indisposición por algunos errores menores
y la falta de estética de sus métodos, pero hasta su muerte creyó ser merecedor
del reconocimiento de su país y de la cultura occidental, la cual salvó de las
mentes calenturientas de sus adversarios –nada más y nada menos acusados de
querer acabar con la cristiandad-. Para él todo se redujo al esfuerzo planeado
y sistemático de aniquilar al enemigo,
palabra que al invocarse no podía significar otra cosa que “reducir a la
nada”. Y así lo hizo, para desdicha y oprobio del continente. Todavía hay madres
que lloran a sus hijos, perdidos, desaparecidos, y seguramente asesinados.
Ellos usaron intensamente el método de detenciones arbitrarias, cárceles
clandestinas, extorsiones, chantajes y cualquier desafuero para ganar una
guerra que también se inventaron, para justificar todo lo que debían hacer por
el descalabro económico y el desborde de ese extremismo populista que se llama
peronismo, que muta pero que se resiste a desaparecer. Como casi siempre ocurre
en los desvaríos autoritarios, ellos confundieron el arrojo de los muchachos
que salían a la calle y organizaban protestas con desafío institucional, y
decidieron acabar con eso. Los totalitarismos no toleran la calle realenga. La
calle es de ellos y de nadie más.
Fue proverbial la insistencia
de Adolfo Hitler en destruir todo lo que
le molestaba. Para él todo se reducía a la dicotomía “amigos-enemigos” y como
muchos otros que vinieron después, el Führer la emprendió contra el
capitalismo. En todos estos dictadores el problema trasciende al odio personal
y escala a los sistemas, las razas, las generaciones y las culturas. Se
pretenden infalibles y a cargo de la depuración de la historia. “Nosotros –gritaba Hitler- somos socialistas,
somos enemigos del sistema económico capitalista actual porque explota al que
es débil desde el punto de vista económico, con sus salarios desiguales, con su
evaluación indecente de un ser humano según tenga riqueza o no la tenga, en vez
de evaluar la responsabilidad y la actuación de la persona, y estamos decididos
a destruir este sistema capitalista en todos sus aspectos”. Con esa formación
de folletín mal leído, lo mismo decía eso a la par que se apoyaba en la
capacidad industrial de su país para producir esa matanza en serie que lo hizo
tan abyecto. El testimonio de judíos, gitanos y polacos está allí para
denunciar tanta sinrazón, sin contar lo que sus ejércitos provocaron a sus
contrincantes. A ningún dictador le cae demasiado bien la competencia, el
contraste, las diferencias, la diversidad y cualquier forma en la que se ejerza
la autonomía. Los regímenes totalitarios piensan en términos de la hegemonía de
una voluntad que se pretende imbatible y perpetua.
Pero Hitler no fue el único.
Antes lo había propuesto Il Duce. Su objetivo consistía en ser la encarnación
del pueblo italiano a la vez que su conductor inapelable. Benito Mussolini fue de los primeros en decir
que todo valía en el flanco de ellos, los fascistas, y que el pueblo debía
comprender que nada le era permitido sin
su debida autorización. Para él “el
pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu del pueblo. En la
doctrina fascista, el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Todo en el
Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. El problema estaba en
que él se consideraba la encarnación del pueblo y del Estado. Su cuerpo, su
alma, su mente, sus decisiones, sus manos, su suerte. Vivía a tiempo completo
su propio culto a sí mismo, y terminó siendo la caricatura patética de lo que
ya era francamente repugnante. Todos los totalitarismos esconden bajo la manga
una carta tramposa. Dicen Estado y gritan Pueblo pero son ellos los que están a
cargo, los que recaudan la fuerza capaz de vaciar de contenido esas dos
palabras y los que al final son capaces de inmolar a gente de carne y hueso en
el funesto altar de sus propios errores.
Francisco Franco no se quedaba
atrás. Era incluso menos adornado y más directo. Habiendo ganado la guerra
civil supuso que en retribución a sus méritos
“todo debía contenerse en su puño, feroz y fatal”. Sus convicciones afirmaban la necesidad de construir y
mantener “un estado totalitario que debía ser capaz de armonizar el
funcionamiento de todas las capacidades y energías del país, en el que, dentro
de la Unidad Nacional, el trabajo, estimado como el más ineludible de los
deberes, será el único exponente de la voluntad popular”. Su concepción del
mundo era similar a una emulsión espesa, moldeable y siempre disponible, donde
él y nadie más que él debía tener la gratitud de todo el pueblo. Se presumía
dueño del nudo nacional que ataba bien, mejor que nadie. Todo debía depender de
su voluntad, y así fue. 140 mil personas le deben su muerte o desaparición.
España es el segundo país del mundo en número de desaparecidos cuyos restos no
han sido recuperados ni identificados, tras Camboya. Definitivamente hombre parco
pero atroz en la búsqueda de una unidad forzada donde los que no encajaban
simplemente dejaban de ser o de estar.
Del otro lado discurseaba José
Stalin. Claro, preciso, ponzoñoso, su objetivo era incluso prohibir cualquier
forma de pensamiento libre, aun aquel que se mantenía “entre pecho y espalda”.
Era peligroso incluso reflexionar sin pronunciar palabras. Llegó a decir que “las ideas eran más
poderosas que las armas. Nosotros no dejamos que nuestros enemigos tengan
armas, ¿por qué dejaríamos que tuvieran ideas?”. Apostó a que el frio siberiano
congelara esas ganas levantiscas, reales o ficticias y uno a uno fue sacando
del juego –y a veces de la existencia- a todos sus posibles competidores. Fue
el inventor del concepto “enemigo del pueblo” y con eso ya no necesitó excusas
para usar los más crueles métodos de represión. No es posible inventariar sus
resultados. Baste decir –a título de ejemplo- que dirigió “La Gran Purga” en el
final de la década de 1930. Cientos de
miles de miembros del Partido Comunista Soviético, socialistas, anarquistas y
opositores fueron perseguidos o vigilados por la policía; además, se llevaron a
cabo juicios públicos, se enviaron a cientos de miles a campos de concentración
(gulags) y otros cientos de miles fueron ejecutados. La represión stalinista
fue ejecutada con criterios industriales.
Mao Zedong era tan caustico que
hasta creía tener sentido de humor. Conocedor del oficio, ha sido el dictador
que mejor ha administrado la arbitrariedad. Hoy se le ocurría una cosa y mañana
otra, acumulando hambre y miseria para su pueblo. Cosas del socialismo en
proceso, porque “hacer la revolución no es ofrecer un banquete, ni pintar un
cuadro; no puede ser tan elegante, tan pausada y fina. Una revolución es una
insurrección, un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra”.
Él era la clase triunfante. Estaba
clarito de sus posibilidades y arbitrio
una vez que se convirtió en el sucesor del penúltimo emperador. Porque
eso fue, un emperador comunista. Sus biógrafos dicen que fue responsable de la
muerte de más de 70 millones de personas en tiempos de paz, más que ningún otro
líder del siglo XX. Los totalitarismos siempre terminan siendo un sistema de
privilegios, pero más grave que eso es el exceso despótico que practican sus
dirigentes.
Kim Il Sung, su émulo en Corea
del Norte, nunca concedió una oportunidad a la realidad. Hambrunas, atraso y
aislamiento son su legado. Allí todo es tan infatuado que nadie puede creer
espontáneas ni lágrimas ni risas. Todo está pautado. Todo depende del guion
totalitario. Cualquier discrepancia
puede costar la muerte. Llama la atención que nunca nadie ha conseguido el
contrato social por el que se instauró la dictadura del proletariado que ellos
dicen practicar. Y mucho menos la personalización de esa dictadura en una
dinastía. Pero argumentos abstractos y pseudocientíficos aportaba el que
ejercía su mando supremo. “No es posible consolidar y desarrollar el régimen
socialista triunfante, ni tampoco defenderlo de la agresión de los enemigos
internos y externos, si el Estado socialista descuida la dictadura del
proletariado y la revolución ideológica, en mínimo grado y debilita la lucha de
clases”. Llama la atención que todos ellos hacen gala de tener un enemigo, real
o supuesto, externo e interno. Todos ellos se llenan de ficciones antagónicas
que les resultan muy útiles para fortalecer su poder y acabar con cualquier
intento de disidencia. Todos abundan en discursos confrontadores y siempre hay
una clase social que estigmatizan hasta ponerla como excusa de lo que son sus
propios fracasos.
Y no puede quedar fuera Fidel
Castro. Él fue el verdadero creador de estas dos perlas argumentales que hemos
oído tanto por estos lares. “Dentro de la Revolución, todo; contra la
Revolución, nada. Y la otra que aquí incluso se convirtió en saludo marcial:
¡Socialismo o muerte!”. Algunos se retractaron de su invocación constante, tal
vez cuando ya era demasiado tarde.
Pero como no hay primero sin
último, a esta retahíla que entre todos han hilado se le suma muy
recientemente Roy Chaderton, que como
sabemos no es dictador sino una especie de amanuense de la tiranía continental,
ahora con el desparpajo de hacer elucubraciones anatomo-patológicas. La
historia universal de la infamia seguramente le cederá un espacio, tal vez un
pie de página como representante de la claque que siempre está dispuesta a
aplaudir y a soltar la carcajada cuando los jefes cometen sus excesos. Personajes como estos avergüenzan por las
coincidencias que tiene con los más conspicuos criminales del siglo XX, por su
sintonía con la barbarie y por ser el vocero de esas distinciones que hacen más
fácil la vida de los que se dedican a la aniquilación del pluralismo.
Personajes como estos incluso pueden intentar la tergiversación simplista, por
ejemplo afirmar que allí, en esas cabezas de los opositores no hay nada. Dale
tranquilo, que es puro vacío, vacío totalitario.
Por Víctor Maldonado C./@vjmc
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