Pocas cosas son tan evidentes de
la decadencia de la autoridad como el intento de sustituir a esta última por
los gritos y las amenazas. Un buen padre no necesita amenazar a sus hijos, si
está seguro de su autoridad y de contar
con su respeto y afecto. Uno sabe cuándo un gobierno es débil, en la medida que
incrementa la represión sobre los ciudadanos, y hace de la intimidación y el
miedo su última esperanza de control social.
Esta recurrencia a la amenaza
produce, ciertamente, efectos en algunos sectores de la población, quienes
sienten acrecentar su desesperanza y creen, erróneamente, que los ladridos son
evidencia de fortaleza. Hay que recordar que los perros también ladran por
miedo.
La represión y la amenaza son los
últimos extremos de la cadena de control social. Cuando se recurre a ellos es
porque ninguno de los mecanismos que usualmente se usan en democracia –basados
en la obediencia voluntaria y en la “autoritas” de los gobernantes– funcionan.
Ante la carencia de estos últimos, la única opción para obtener acatamiento es
el uso de la fuerza y el miedo.
De un tiempo a esta parte, cada
vez que el madurocabellismo abre la boca lo hace para amenazar. La otrora
exitosa seducción chavista ha devenido en un decadente rosario de bravatas
cuartelarias, que imploran provocar miedo y desmovilización. La última semana
ha sido particularmente gráfica en este aspecto: desde los anuncios de Maduro
de que ahora sí se va a radicalizar, y que todo el que “conspire” (lo que se
traduce por “piense distinto”) irá a la cárcel, hasta la pretensión
inconstitucional de Cabello de eliminar la elección popular de los diputados al
Parlatino, simplemente porque los números le auguran una estrepitosa derrota.
Todo esto acompañado, por supuesto, por persecución y ataques violentos de
sectores armados a actividades políticas y de movilización popular de
militantes y dirigentes de la alternativa democrática, y por mensajes de
desesperanza y amenaza dirigidos al resto de la población.
La recurrencia a la represión y
la violencia como mecanismo de control de la ciudadanía es un rasgo distintivo
que evidencia lo que llama Fernando Mires la fase de declive del fascismo como
modalidad de dominación. En esta etapa terminal –o fase del “gansterismo
político” como lo denomina el filósofo chileno– los gobernantes acuden a la
violación metódica y continua de la Constitución con el objetivo de fortalecer
su poder y sus privilegios. Es el caso de nuestro país, donde –de nuevo citando
a Mires– la política ha vuelto bajo el madurocabellismo a su condición
primitiva: la del imperio de la fuerza bruta.
Ahora bien, el hecho que el
madurocabellismo haya entrado en su fase de declive no significa que pueda
predecirse su fin, ni siquiera que no pueda mantenerse artificialmente en el
tiempo a pesar de su estado agónico. El
calificativo “terminal” no hace referencia a una realidad cronológica sino a
una condición situacional, asociada con el desgaste de la autoridad, la declinación de los apoyos populares, y el
ocaso de la emoción que caracterizaba los inicios del actual modelo político.
La pregunta es, entonces, ¿qué
hay que hacer? Las condiciones históricas indican que esto va a cambiar, pero
no cambia solo y la dirección del cambio no está determinada. Ni cuándo. Por
tanto, lo que hay que hacer en esta fase terminal es reforzar y acelerar el
trabajo de la micropolítica, esa que nos debe llevar, donde quiera que estemos
y nos movamos, a asumir la tarea de ayudar a transformar el enorme descontento
social que hoy existe en fuerza política. Sin ese transitar por el arduo camino
de la organización popular no hay cambio posible. Hay que ser inteligentes,
perseverantes y sobre todo no errar el objetivo. Ello pasa, por ejemplo, por no
prestarse al juego del gobierno y caer en la estupidez de torpedear la necesaria
unidad de los factores de oposición. El costo de tal error puede ser tan caro,
que se convierta en el oxígeno que tanto necesita un gobierno en fase terminal.
Por Ángel Oropeza
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