Toda ruina, física o moral significa
destrucción. Algo que propicia y precipita el derrumbe. Lo que se destruye
violentamente o en pavorosa lentitud. ¡Es vida muerta! Cuando aparece y se
decide a actuar arrastra por igual ideas y sentimientos, vínculos,
edificaciones y fortalezas; uniones de amor que han claudicado y perdido el
valor que las hizo posible; desintegra el pasado que en un momento pudo haberse
iluminado desde el propio aliento, pero que la implacable ferocidad del tiempo
logra oscurecer o erosionar desintegrando su antiguo esplendor. Para muchos, la
ruina se asemeja a una mutilación de nuestro cuerpo. Más grave aún porque
perdemos no solo las extremidades sino el alma y vagamos desorientados sin
encontrar el amanecer.
Hay derrumbes históricos: un
flujo de tierras causó la muerte de 3.700 personas en Italia en 1963, en
Zacoalpan murieron más de 1.000 personas y 800 en Oaxaca por derrumbe de rocas.
La erupción del Etna acabó con florecientes ciudades y convirtió en piedra las
calles, a un perro encadenado y los trastos de las cocinas. Conservar intactas
las atractivas y turísticas ruinas de Pompeya o de Herculano supone un
costosísimo esfuerzo presupuestario porque se trata de mantener y preservar una
mutilación histórica, un momentáneo reposo que súbitamente se convirtió en pánico
volcánico de eternidad. Las pirámides egipcias han sobrevivido siglos de
acechos y sostenidas maquinaciones humanas y temporales.
No todas las antigüedades son
ruinas, pero las hay, a veces, sin llegar a ser modernas. El Helicoide
caraqueño, por ejemplo, podría considerarse como imagen del país bolivariano:
se convirtió en ruina, es decir, en nada, antes de que concluyera su
construcción. Desde entonces ha estado peregrinando en busca de alguna utilidad
distinta para la que en principio estuvo destinado. La modernidad de su propia
indefinición terminó sirviendo de sede y lugar para inclemencias y otras
torturas policiales.
¡Hay ruinas políticas! La
bolivariana es la más reciente. Ha convertido en ruina el país bajo el
cubanizado régimen militar. No ha sufrido ningún espanto volcánico, ningún
tsunami asiático, ningún sismo chileno o algún desconsiderado huracán del
Caribe. Cometió solamente el desacierto de aclamar a un mesías que emergía del
desorden de las cúpulas adecas y copeyanas. Un oscuro militar aniquilador que
destruyó las instituciones, sembró el odio y la discordia; impregnó al país de
una belicosidad militar abyecta y desmesurada; despojó a la Presidencia de la
majestad de su investidura inoculando el virus de la corrupción, la vulgaridad
del lenguaje y arruinó con ferocidad y empeño la economía venezolana antes de
convertirse en ave belicosa. Hay destrozo, perdición, decadencia y decaimiento
en las personas, las familias, las comunidades y en el Estado. También la
producción petrolera decayó y se instaló la ruina moral: existen “patriotas
cooperantes”, es decir, sapos, delatores, fascistas.
Los derechos humanos, nuestra
dignidad, nuestra seguridad e integridad personales son desechos que se
amontonan en las calles, en la morgue o sobre las aceras rotas. Algunos
intelectuales y artistas se han hecho cómplices del desastre, han vendido o
hipotecado el alma a cambio de prebendas, dádivas de poder o simplemente
animados por una vocación miserable: otra manera de convertir sus vidas en
oprobio y escombros. ¿Qué era lo que decía Isidore Ducasse, el Conde de
Lautréamont, en sus Cantos de Maldoror? “¡Una mancha intelectual no la borran
océanos de eternidad!”. Los pueblos perdidos en el país inmenso son nuevas
ruinas superpuestas a las ruinas que siempre han sido: lugares abatidos por el
infortunio, la pobreza, el desamparo. Hoy, ¿para qué negarlo?, cargamos nuestra
propia ruina, ¡somos responsable de nuestro propio Helicoide!
Por: Rodolfo Izaguirre
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