“Entre nosotros los latinos, todo es improvisado. La
cosa más importante es comenzar y luego sólo tomamos lo que Dios nos otorga.
Pero Dios casi nunca otorga, soy un hombre viejo, créame lo que le digo…”. Con
esa frase cerró la conversación el general Roque Terán, comandante del ejército
boliviano en la época del presidente Juan José Torres. Su interlocutor no era
otro que Ryszard Kapuscinski, cronista polaco que había viajado al altiplano
andino para cubrir esa extraña circunstancia de golpes sucesivos qua hacían
pensar que la Bolivia de la década de los 70´s estaba condenada a ser un fallido
histórico. No era difícil dudar sobre la perspectiva de un país sometido a la
improvisación de los hombres y a la providencia casual del realismo mágico.
Empero, algo de tozudez y recalcitrancia zamarra hacían terciar al militar:
“Pero éste es nuestro Estado, y una vez que un Estado aparece, seguirá
existiendo. ¿Alguna vez vio un Estado nacer y luego desaparecer? Es imposible”
Pero los estados se deterioran, pueden llegar a ser
ficciones, y algunas veces, los más afortunados, vuelven a recuperar la lucidez.
América Latina está llena de demostraciones de esa odiosa oscilación de la
fortuna que es solo la demostración de cuan equivocadas pueden ser las
decisiones humanas. Los pueblos si se equivocan, son sus errores más comunes
que sus aciertos, y la improvisación de sus líderes, confiados en la
intercesión de una deidad entrometida e interesada, solo agrava los entuertos
en los que incurren sus ciudadanos.
Para muestra nosotros. En Venezuela vivimos la
tragedia de un régimen especializado en el invento sin otro guión que la más
absoluta irresponsabilidad. Ninguna otra explicación cabe a un manejo político
y económico cuyos resultados han sido todas las versiones del “anti-milagro”
que supone para un país como el nuestro la desbandada del talento que se va del
país presa del pánico, y el empobrecimiento fatal de los que aquí han decidido
quedarse. Nos debatimos entre la huida y la resignación mientras los dirigentes
juegan sus propias cartas. Como lo dejó colar el general Terán, para ellos –los
dirigentes- se trata de jugar el juego de la papa caliente. De sobrevivir el
mayor tiempo posible montado en el caballo loco del poder cuyo único sentido es
su usufructo personal. Y mientras tanto apostar a que los países no estallen y
se conviertan en polvo cósmico. –Esto aguanta- parecen decir mientras se
enfocan en lo que para ellos es lo único importante, “mantenerse y acumular”, que es la consigna de todos los populistas, aun
al costo de tener que alternar el disfrute ocioso y onanista de los privilegios
que da el poder con el manoseo demagógico y la puesta en escena de la ficción
de realización. El tener que mantenerse les perturba el solaz del poder como
suma de privilegios, por lo que algunas veces salen al show para
intentar convencer sobre lo que dicen que hacen, aunque en realidad no
hagan nada. El trabajo es pura tramoya.
El populismo del siglo XXI es propaganda insistente.
Lo que expone machaconamente “en cadena nacional” es precisamente aquello de lo
que se carece crónicamente. El énfasis está en ese intento de compensación, por
la vía de las imágenes, de aquello que en realidad es todo lo contrario. Las
cadenas oficiales hablan de un país feliz, seguro, productivo, próspero y
culto, que sabe lo que quiere y hacia dónde se dirige, cuando lo que
verdaderamente ocurre fuera de las cámaras oficialistas es esa angustia multidimensional
que nos afecta a todos como una ventolera.
No hay felicidad. Lo que verdaderamente ocurre es miedo con
desesperanza.
Nadie puede experimentar en su cotidianidad todo
aquello que el régimen dice que está ocurriendo. La realidad es todo lo atroz que
las cámaras intentan disimular con obsesiva insistencia. La realidad es el
verdadero desafío, es la condición meteorológica que se impone como desastre
sin que haya manera de escurrir el bulto. Pero si la calle se rebela e intenta
impugnar la versión oficial de paz y progreso la respuesta es esa represión que
a todos nos luce como inminente. La realidad no es corregible desde la
ideología y el compromiso comunista. Por eso el gobierno solo se hace presente
en forma de escuadrones anti-motines, y operativos de aprehensión, precisamente
para sofocar todas las interrogantes que se han acumulado sobre la seguridad
ciudadana, la soberanía alimentaria, la estabilidad de la moneda, la superación
de la pobreza, las nuevas fuentes de empleo, o la producción de las nuevas
empresas socialistas.
Algo estuvo mal en el origen de toda esta
improvisación. Tal vez fue el enaltecimiento de la impunidad o la creencia de
que un militar podía resolver todos los dislates de la fortuna. O las dos
cosas, el pretender que el caudillo, colocado más allá de la ley, en condición
supraconstitucional, iba a ser el atajo que necesitábamos para adelantarnos al
siglo que comenzaba. Lo cierto es que dejamos colar este socialismo y con él
todas las falacias que una tras otra han ido defraudando la confianza del
pueblo.
Algo está mal escrito en esta trama. El régimen
improvisa, un día a la vez, pierde capacidad de comprensión sistémica, se
aferra a sus propias convicciones, y todo comienza a ser tan oscuro como el
incremento de la represión pura y dura. El régimen inventa excusas –como los
dieciséis golpes o la guerra económica- pero lo verdaderamente trágico es que
desde esas falacias comienza a operar como si fueran ciertas, haciéndonos ver
que en el plano de las consecuencias esas versiones tienen efectos brutales.
Hay más presos políticos que ayer, y hoy amanecemos con el dolor de tener que
ver a Antonio Ledezma sumado al suplicio de la cárcel y la injuria, culpable de
aparecer en el libreto de la infamia inventada, víctima de un proceso que no
tolera su coraje, persistencia y liderazgo. El Alcalde es uno más, el más
reciente de los zarpazos indebidos, que nos muestra cuán indefensos estamos
todos cuando el Estado de Derecho y la racionalidad que provoca el acatamiento
universal a la ley se sustituye por ese comenzar que sabemos cómo se inicia
pero nunca podemos determinar cómo concluye.
Releyendo a Max Weber me encontré con que todos los
líderes carismáticos son esencialmente autoritarios. Confían demasiado en su
buena suerte y colocan a sus seguidores en el trance de creer ciegamente en sus
designios o padecer la persecución de
sus secuaces. Son todos ellos como dioses griegos, caprichosos, falaces y
perversos. El error originario fue darle entrada al Chávez que todos los días
improvisaba el nuevo plan para allanar el camino al socialismo. Su plan era no
tener plan sino esbozos de ideas que le parecían todas ellas maravillosas. Su
plan era él mismo, su declamación y contrapunteo constante, jugándose la suerte
del país como si fuera otra Rosalinda, confiado en su suerte y creyendo que la
generosidad divina le iba a seguir otorgando precios altos de petróleo, salud,
larga vida y una masa crítica de sucesores a la altura de su genio. Los líderes
se equivocan, y caen víctimas de su propia prepotencia. Los pueblos se
equivocan. Y sus errores los pueden hundir en la ruina y la servidumbre.
Nuestra penúltima hazaña fue precisamente aceptar ese legado y comprar como
buena esa sucesión que se ha transformado en este malandréo donde todo es
posible, porque de eso se trata la mala improvisación, en pretender que no hay
límites, en ser tan supraconstitucionales como para olvidar que el imperio de
la ley es la única oportunidad que tenemos frente a la barbarie. Ojalá que así
como estamos sufriendo la atrocidad de este castigo tengamos la oportunidad de
ver el renacer resplandeciente de la libertad que hoy nos ha sido arrebatada.
Porque sin lugar a dudas, ese era el plan.
Por Víctor Maldonado /@vjmc
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