El oscuro panorama que se cierne
sobre Venezuela con motivo del derrumbe del precio del petróleo no puede ser
motivo de júbilo para nadie. Primero que todo somos venezolanos, después de eso
podemos agruparnos en el oficialismo o
la oposición haciendo las consideraciones que desde cada óptica luzcan
pertinentes.
Lo cierto y concreto es que cada
uno de nosotros tendrá consecuencias que sufrir en lo personal, familiar y
laboral, por lo que sería razonable que ante la emergencia el gobierno nacional
deje de lado –aunque sea momentáneamente– la confrontación que ha sido y es su
sello distintivo en procura de un consenso de emergencia. Ese pedido, razonable
a nuestro juicio, es el que hacemos desde esta columna. Aspiramos a que el
sacudón que ya está en pleno trámite no sea aprovechado en términos partidistas
ni de derecha o izquierda, ni de escuálidos o patriotas, ni apelando al cuento
de la guerra económica, el magnicidio y otros argumentos ya esgrimidos.
Esperamos también que la oposición –dentro o fuera de la MUD– también entienda
que la ocasión amerita un amplio entendimiento nacional por encima de las
ventajas que puedan obtener de una difícil situación para el país, no solo para
el gobierno. A varios compatriotas opositores hemos oído decir –y compartimos
la opinión–: “Menos mal que no ganó Capriles, porque con esta debacle ya
estaría tumbado o a punto de serlo”.
Sin embargo, el llamado a la
unidad nacional y el consenso no impide que se sitúen las responsabilidades y
culpas en donde corresponden.
Es obvio que Venezuela no tiene
control ni influencia alguna en la conjunción de elementos externos que nos
trajeron hasta aquí en la escena petrolera mundial. Bueno es tenerlo en cuenta
para cuando se hable tanta insensatez llenándose la boca con la afirmación de
nuestra soberanía cuando se comprueba una y otra vez que en el mundo
interconectado del siglo XXI ese es un concepto manifiestamente obsoleto. Si
para muestra basta un botón el mismo se mostró esta misma semana cuando el
gobierno, desesperado por efectivo en dólares, vendió con potente descuento a
la banca de inversión Goldman Sachs de
Nueva York (epítome del capitalismo salvaje y sin alma) la factura petrolera
que nos adeuda República Dominicana y se sabe que ya tiene preparada una
operación similar con la factura que adeuda Jamaica.
Venezuela no puede –y no pudo–
imponer una estrategia de precios altos y efectivo rápido frente a Arabia
Saudita que, con su posición dominante por sus gigantescas reservas de petróleo
y de dólares, prefiere mirar a largo plazo privilegiando el porcentaje de participación
en el mercado y precios que permitan sacar del juego a los productores de alto
costo. Ya mismo se ha constatado en las cotizaciones de Nueva York cómo las
empresas que explotan petróleo de esquisto o por “fracking” han visto caer
dramáticamente el precio de sus acciones.
Otros países –no solo árabes sino
también Noruega– aprovecharon la época bíblica de las vacas gordas para
acumular reservas para la hora de las vacas flacas. Venezuela, en cambio, se
embarcó en un proyecto basado en la presunción de que las vacas siempre serían
gordas. Igual pasó con los demás países exportadores de petróleo con gobiernos
populistas (algunos democráticos y otros no). Hoy el derrumbe nos sorprende
justamente en la peor conjunción de factores externos e internos y –por los
vientos que soplan– no parece por el momento haber cambio, reconsideración y menos aún
rectificación alguna. Algunos dicen que Chávez, con su carisma e influencia, hubiera tenido la
capacidad de inventar cualquier cuento que le permitiera recular como lo hizo
varias veces. Ni Maduro ni las demás fracciones que disputan la primacía del
poder pueden darse ese lujo.
Quien esto escribe no es experto
petrolero ni económico como para ofrecer soluciones, pero en la calidad de
“damnificado” nos asiste el derecho de pedir unidad y prudencia.
Es en este momento cuando se hace
pertinente la frase que titula esta reflexión.
Por: Adolfo P. Salgueiro
El
Nacional
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