El partido de los pajizos
-insisto, por su tono amarillento no por otra cosa- se ha vinculado en un
acomodamiento antinatural con el estertor blanco de los adecos.
A ese vínculo inexplicable le
llaman popularmente el pacto del huevo frito.
Nadie jamás lo hubiese imaginado,
pero en la era de la fritanga chavista todo es posible, hasta eso. Amarillentos
por dentro y blancuzcos por fuera unidos en algo que nadie comprende.
La “yema” cuando nació como
organización social -con aspiraciones políticas- en los pasillos de la
Universidad Católica Andrés Bello lo hizo siempre pensando que debía ser un
anticuerpo moral a las prácticas cogolléricas y corruptas de la “clara”.
La “clara”, por su parte, siempre
despreció a la “yema” por imberbe y sifrina. Sin embargo, exigidos por la
fritanga chavista, el cogollo, la corrupción, la inmadurez y el sifrinismo se
fusionaron entre sí y se convirtieron en un desabrido huevo frito.
Su misión: servir de acompañante
en una mesa que se pudre junto a la morcilla madurista.
No creo que este desagradable
platillo histórico sea un experimento de “laboratorio” como algunos han
señalado temerariamente las últimas semanas, creo que es resultado de un
despelote que parece inacabable.
Huevo frito con morcilla: ¿quién
se come esa vaina?
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