En Venezuela ha quedado rota de
facto la integridad institucional del Estado en su conjunto, lo que ha generado
un Estado fallido. Un estado fallido es aquel incapaces de mantener el marco
institucional necesario para que pueda funcionar la sociedad en todos sus
órdenes y que ni siquiera cumplen las funciones elementales de respeto de los
derechos Humanos. Es la definición más próxima que puedo encontrar una vez se
ha cometido el gran fraude constitucional del madurismo y el cabellismo.
Luego
de ser electo el “Poder Ciudadano”, donde el abogado del supuesto presidente
pasa a ser contralor de la República; es designado como defensor del pueblo un
ex gobernador del partido oficial cuya trayectoria en materia de Derechos
Humanos nadie conoce y es reelecta como fiscal general la verduga malentonada
de la oposición democrática, además de la anunciada elección de unos
magistrados militantes ideológicos del régimen y la reelección del poder
electoral, nada queda por decir de Venezuela o de lo que, al menos alguna vez,
fue nuestro país.
Esta es, al menos, mi opinión,
aunque sé de sobra que para muchos se trata de llover sobre mojado porque esta
situación ya había sucedido desde el gobierno de Hugo Chávez. Yo veo las
cosas-de una manera menos compleja, mucho más clara, hasta tal punto que, por
ejemplo, el Estado de Hugo Chávez y el Estado Totalitario del
madurismo-cabellismo presentan unas singularidades propias tan notables que a
la hora de describirlos se puede decir que: 1) Hugo Chávez conservó muchas
veces las apariencias de sus verdaderas intenciones; 2) Nicolás Maduro ha
establecido sin vergüenza alguna el Estado Totalitario que proyectó su
antecesor cuya existencia real es indiscutible. Lo primero no va en menoscabo
de lo segundo, el daño del fallecido presidente es indiscutible e imperdonable.
Hugo Chávez desde 1999 fue
limando progresivamente de la Constitución Nacional las aristas más peligrosas
para su proyecto totalitario, añadiendo otros elementos de gobierno que en
ningún caso pueden calificarse como democráticos, aunque externamente así lo
aparentaran. Durante todo su gobierno, Chávez se encargó de convertir los
Poderes del Estado en órganos ejecutores de sus decisiones, insisto,
conservando las apariencias. Pero a su muerte, el ilegitimo sucesor ni las
apariencias puede guardar por un hecho indiscutible: ha fracasado y el fin de
su gobierno –antes de cualquier lapso constitucional- es inevitable.
El Poder Público Nacional que se
ha instaurado a través de una flagrante violación a la norma constitucional
imposibilita estructurar racionalmente un Estado democrático y social de
Derecho y de Justicia. Nicolás Maduro, a través de esos poderes, sigue creando
sin descanso una estructura pública parasitaria cuyos cargos y prebendas sólo
convierten a Venezuela en un Estado fallido.
Después de haber asolado
implacablemente al país, Nicolás Maduro carece en absoluto de una fórmula para
salir de la crisis y tampoco tiene intenciones de buscarla en un gran diálogo
nacional. En estas condiciones se limita a formalizar el totalitarismo, que es
lo único en lo que cree, improvisando una acción de gobierno que no nos conduce
a nada por carecer de coherencia.
Absolutamente aislado en el
exterior como consecuencia del aniquilamiento de sus mentores y aliados
cubanos, tras el célebre pacto con EEUU, y
por la condena masiva por las detenciones de líderes opositores,
tuiteros y estudiantes, Maduro no puede esperar la resignación mansa y el
olvido paulatino por parte del pueblo, ni mucho menos, desde luego, asentimiento
ni colaboración por parte de la oposición partidista, aunque en la práctica
pareciera ser así. El distanciamiento popular se agrava por la circunstancia de
que todo el país, chavista u opositor, se siente defraudado por la carencia
total de una constitución o al menos de un ejercicio democrático que Maduro
implacablemente seguirá impidiendo porque así es el totalitarismo. Aunque no se
trata sólo de un distanciamiento de sectores sociales sino de una situación de
miseria económica que afecta a todos los venezolanos.
En estas condiciones ya no hay
paliativo que pueda aplicar el régimen para evitar su colapso. Al precio de
enormes esfuerzos y sacrificios, los venezolanos siguen asumiendo cuál debe ser
el destino del país en el plazo inmediato y que no debe silenciarse más:
Nicolás Maduro debe ser derrocado, no como un acto golpista clásico sino más
bien como el ejercicio de los derechos consagrados en los artículos 333 y 350
de la Constitución Nacional.
Ha llegado la hora de concretar
la noble aspiración de ser libres. La Fuerza Armada Nacional no puede seguir al
margen de este abismo como si no pasara nada y todos los factores partidistas
de la oposición deben asumir con valentía y sin mezquindad la unidad que se
necesita para sacar a Venezuela adelante. No se puede postergar más este deber
y esta decisión tan trascendental para nuestro futuro.
Con el nuevo Estado implantado
por el chavismo en la Asamblea Nacional y por la Sala Celestina del Tribunal
Supremo de Justicia no hay salida y desafortunadamente pocos son conscientes de
ello, distraídos por las cotidianidades aplazamos lo que es urgente.
Por: Robert Gilles Redondo.
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