Cuando pensábamos que las cosas
en Venezuela no podrían empeorar, el chavismo decidió cerrar el año con broche
de oro copando –nuevamente y de manera inconstitucional– tres importantes
instituciones del Estado. El pasado lunes, la mayoría chavista en la Asamblea
General ratificó a Luisa Ortega como fiscal general y designó al exdirigente
del oficialismo Tarek Saab y a Manuel Galindo como defensor del Pueblo y
contralor general, respectivamente, y así consolidó su control en Venezuela.
Lo anecdótico de esta situación
es que para poder designar a las tres personas que ocuparán estos cargos, de
acuerdo con la Constitución, se necesitaban dos tercios de la Asamblea General
(110 votos), los cuales el partido de Nicolás Maduro no tenía. Sin embargo,
para librarse de esta “traba”, el
Tribunal Supremo –a pedido del presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado
Cabello– realizó una peculiar e inusual interpretación de la Constitución para
sostener que, en estos casos, era suficiente obtener una mayoría simple.
La actual situación es
particularmente grave porque se trata de tres instituciones que han sido
específicamente creadas para velar por los derechos individuales de los
ciudadanos y para vigilar el poder del Estado –no en vano los tres cargos son
denominados “el Poder Ciudadano”–. Entre las funciones de estas instituciones
se encuentran la de asegurar el cumplimiento del debido proceso y la legalidad
en la actuación del Estado, la de promover la libertad y la democracia y la de
sancionar a las autoridades en casos de abuso de poder o corrupción. Resulta
irónico, entonces, que el discurso del gobierno sobre esta situación haya sido
el de proteger a los venezolanos de los abusos, cuando lo que en realidad han
hecho es concentrar más el poder.
Y lo cierto es que justamente el
objetivo de estas prácticas antidemocráticas a lo largo de los años en
Venezuela ha sido el de capturar las instituciones para asegurar el control
sobre todo el Estado. Por citar algunos ejemplos, Hugo Chávez tomó el control
del Poder Judicial (incluyendo al Tribunal Supremo), la Asamblea Nacional y el
Seniat (el organismo encargado de recaudar los impuestos). Además, cambió la
cúpula militar para tener el dominio completo de la Fuerza Armada y, una vez
afianzado su poder militar, aprobó la controversial ley de medios para
silenciar a la prensa opositora y reformar la Constitución para poder ser
reelegido indefinidamente.
Así las cosas, no resulta extraño
que Transparencia Internacional considere a Venezuela como el décimo país más
corrupto del mundo, y que sea calificado como el segundo país menos libre de
América Latina según el Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation,
o que ocupe el puesto 144 –de 148 países– en el rubro sobre confianza a los
políticos según el Reporte de Competitividad Global, o el último en
independencia judicial e imparcialidad de las decisiones oficiales del
gobierno.
Por si fuera poco, a esta asfixia
institucional se le suma la alarmante situación económica que atraviesa el
país. Durante 2014, la tasa de inflación del Estado Bolivariano creció hasta
convertirse en la más alta del mundo. Hoy en día, adquirir productos tan
básicos como harina o medicinas para los enfermos se ha convertido en
privilegio de pocos. Los servicios públicos han colapsado (el agua y la luz son
intermitentes), y el desempleo y la delincuencia han batido su record
histórico.
Hace una semana el pueblo
venezolano tuvo una tenue posibilidad de recuperar un mínimo de contrapeso. Sin
embargo, el chavismo se las ingenió, una vez más, para suprimir todo rastro de
institucionalidad y democracia. Hace no mucho la entonces presidenta del
Tribunal Supremo de Justicia venezolano, Luisa Estella Morales, en contra de
todos los principios democráticos, afirmó que “la división de poderes debilita
al Estado”. Si algo está claro en el régimen de Nicolás Maduro es que para
subsistir en tan precarias condiciones es necesario concentrar el poder e
impedir cualquier atisbo de disidencia que amenace con debilitarlo. Con esta
última movida del gobierno de Maduro es claro que el estado de la democracia en
Venezuela es cada vez más rancio.
EDITORIAL EL COMERCIO DE PERÚ
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