Las efemérides también enseñan.
Dentro de 22 días, se cumplirán 40 años del 27 de septiembre de 1975, fecha
infausta en la historia de España, cuando la dictadura de Franco se empeñó,
contra la protesta internacional más enconada, en fusilar a cinco ciudadanos
españoles, acusados de terroristas.
Tres pertenecían al Frente
Revolucionario Antifascista Patriótico (FRAP): José Humberto Baena, José Luis
Sánchez Bravo y Ramón García Sanz. Y dos a ETA, Ángel Otaegui y Juan Paredes
Manot, ‘Txiki’. Fueron condenados a muerte por el último consejo de guerra del
franquismo, por el supuesto asesinato de un guardia civil.
Recuerdo haber seguido el caso a
través de las revistas Cambio 16 y Triunfo, donde escribía un magnífico e
inolvidable periodista, Eduardo Haro Tecglen. Las compraba en el quiosco de
Benito, en el cruce de las avenidas Solano López y Los Jabillos, en una Sabana
Grande cosmopolita y bohemia. El mundo estero, junto a los familiares de los
acusados, esperaba un indulto de última hora.
El clima de aquel momento se
respira en estas líneas de la revista Cambio 16: “La Embajada española en
Lisboa fue destruida y millones de manifestantes en casi todas las capitales
europeas y en otras del planeta causaron destrozos en las propiedades españolas;
los embajadores de los países de la CEE fueron llamados a consulta por sus
respectivos Gobiernos e incluso se solicitó la reunión urgente del Consejo de
Seguridad de la ONU para votar la expulsión de España de los organismos
internacionales…’’. Pero el indulto no llegó y los cinco detenidos fueron
ajusticiados.
Dos meses después de los
fusilamientos, falleció el dictador Francisco Franco. Ahí comenzó el martirio
de familiares de las víctimas: se pasaron una vida tras la anulación de los
consejos de guerra.
Se trata de otro capítulo infame,
el de la llegada de la transición y la democracia, con las manos atadas. Doris
Benegas, abogada de la familia Baena, sufrió miles de trabas para recuperar la
copia del consejo de guerra. Recorrió tribunales una y otra vez, hasta que
venció a la conspiración de silencio que se alzaba para proteger al franquismo.
Cuando pasaron 30 años de los
hechos ocurridos, uno de los familiares de las víctimas se preguntó si
realmente ese tiempo había transcurrido. En el año 2008 el Comité de Derechos
Humanos de Naciones Unidas recomendó derogar la Ley de Amnistía de 1977;
reconocer la no prescripción de los crímenes de lesa humanidad; investigar los
crímenes de la dictadura, reparar los daños causados y exhumar e identificar
los restos de las personas desparecidas.
Los gobiernos españoles se han
negado a seguir recomendaciones de Naciones Unidas porque “la anulación de los
procesos permite, a quien lo considere oportuno, exigir reparaciones por
errores flagrantes de la justicia, cometidos por tribunales ilegales en
aplicación de leyes manifiestamente injustas’’.
Silvia Carretero tenía 21 años en
1975 y era la esposa embarazada de Luis Sánchez Bravo. Fue torturada por Billy,
el niño y otros guardias civiles. Ante la posibilidad de que abortara, quedó en
libertad y huyó a Francia, donde vivió hasta finales de 1976.
Esta efemérides, casi paradójica,
me ha recordado dos cosas recurrentes en la historia. La primera: cuando los
regímenes van a caer cometen atrocidades, o bien porque no entienden que van a
caer y quieren mostrar su fuerza, o bien porque sabiendo que caen, quieren
hacer mucho daño.
La segunda: las democracias que
suceden a esos regímenes no siempre pueden hacer justicia. Aún así, Silvia
Carretero no ceja en su empeño. Cada vez que se ve las marcas en su manos y
muñecas, recuerda a su marido.
Por Sergio Dahbar
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