ESCRIBIR EN REVOLUCIÓN

No cabe duda de que Rafael Cadenas (1930 - ) es hoy por hoy el más grande poeta venezolano vivo y uno de los más relevantes de Iberoamérica. Los premios y reconocimientos que ha recibido a lo largo de su dilata carrera así lo confirman. Sin dejar de reconocer lo anterior, considero que dos ensayos breves suyos (En torno al lenguaje y Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística), pese a su sencillez y cortedad, alcanzan la condición de obras geniales y de una gran sabiduría.


En el primero de estos trabajos, publicado en 1988, leemos: “Si la educación está en baja; si la corrupción se instala en el Estado y la sociedad sin que estos reaccionen vigorosamente; si dirigentes del país se dedican a robarlo; si la justicia es burlada con facilidad por los poderosos; si nuestras pocas tradiciones desaparecen arrasadas por un desarrollo unidimensional, el único que conocemos; si en el ambiente físico campea la fealdad, el descuido, la dejadez, el abandono, la polución; si la tecnología impone su dominio acosando o desplazando la formación humanística; si los medios de comunicación están más al servicio de intereses parciales que de la comunidad, y en general la atmósfera del país es de descomposición, ¿va el lenguaje a permanecer indemne?”. Escrito hace ya veintisiete años, el párrafo anterior es hoy, más que nunca, de una contundencia apabullante.

El segundo texto, de una hermosura sin par, empieza con un tono nada convencional: “He tenido que comenzar a escribir un artículo sobre san Juan de la Cruz a instancias de un amigo que lo necesita para un periódico. Accedí muy ligeramente, contra mi costumbre, y la tarea me ha llevado parte de las vacaciones, pues releí mucho, y además, como escribo poco, la mano se desacostumbra y cada frase es un escollo. Con todo, personas algo distraídas me tienen por escritor. En realidad, nunca me he sentido como tal, profesionalmente. Soy más bien lector (…) Escritor es el que resiste la tentación de leer, el que pospone el libro para cuando haya terminado lo que está escribiendo”. Tres páginas más adelante, el poeta entra en materia, reconociendo que le cautiva el lenguaje de los místicos por tener el don de comunicarnos un saber, que es más bien, en última instancia, un no saber. Los desarrollos que siguen son centelleos de sapiencia, que se despliegan ante nuestros ojos sin ningún tipo de engreimiento. Aun cuando hace mención de autores clásicos del tema (Eckhart, Taule, Ruysbroeck, Pániker, Watts, Campbell, Lao Tse  y al propio san Juan), deja por fuera a autoridades fundamentales como Evelyn Underhill y Gershon Scholem, por solo citar a dos. La razón de fondo está más que justificada: su escrito no es el de un erudito del tema, sino el de un creador de excepcional sensibilidad y humildad. Esa es la mayor virtud del texto. Y eso, para el buen lector, es particularmente placentero.


Pero Cadenas no se conforma con ello. Algo tan serio como es la mística y el propio san Juan, sobre el que no se puede hablar con ligereza, toda vez que cuanto dice obedece a una experiencia que solo le es dada a pocos seres, no es impedimento para la anécdota personal que nos hace reír: “Con el artículo sigo estancado. No puedo concentrarme. Comienzo a escribir y suena el teléfono, mi esposa me llama para que la ayude en el negocio, debo ir a pagar el teléfono o la luz o el condominio, darle el desayuno a A., encontrarme con un joven que desea mostrarme algo que ha escrito, contestar una carta, ver el noticiero para enterarme qué ocurrió ayer en Moscú, ir al banco a sacar la reserva and so on. Total que el día se va sin poder completar tres líneas. Tampoco he podido leer lo que me interesa, ni lo que debo para preparar el artículo”.

Por supuesto que al final, el artículo fue terminado y es considerado una joya por los entendidos e incluso por los que no lo son. A estas alturas, el lector se preguntará qué tiene que ver lo anterior con el título de esta columna. ¡Pues mucho! Sin más, paso de seguida a explicar el vínculo en cuestión.

Cuando me senté a escribir mi artículo de hoy, que debió titularse: “Sobre la moneda y la inflación”, recibí una llamada telefónica de mi esposa, que se encontraba en una cita médica, conminándome a que me trasladara de inmediato a un conocido supermercado ubicado en La Boyera, donde estaban expendiendo carne –desaparecida desde hace varias semanas– a precios nada solidarios ni “justos”. La información la había recibido de una “patriota cooperante”, amiga suya.

Raudo y veloz encendí mi carro y salí como un bólido para cumplir con el encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal (o sea, el destino). Nuestro refrigerador vacío de la codiciada proteína animal clamaba por ser restituido a las condiciones imperantes en la IV República. Con el apuro dejé olvidado el libro (Lo afirmativo venezolano de Augusto Mijares) que actualmente releo para hacer más aprovechable las inevitables colas que ahora la revolución me impone hacer. Cuando llegué a la sección de carnes del supermercado de marras, me entregaron un papelito que tenía marcado el número 37. Aspiré profundo y expiré de seguida un aire viciado que era la más patética expresión de la resignación. Traté entonces de ganarle tiempo al tiempo hablando mal del gobierno y sus políticas con los vecinos que  cumplían a juro con la nueva realidad nacional. Pero lo que yo decía y lo que me decían era lo mismo, con pequeñas variantes, de lo que había dicho o me dijeron en colas anteriores. A la hora, ya había poco que añadir. Para ese momento apenas habían atendido a siete personas. Comencé entonces a desesperarme. Para escapar del sentimiento de malestar y frustración, traté de armar en mi mente el artículo planificado. Pero diez minutos después miraba ansioso y con pesar el poco avance de la cola. En idas y venidas como las anteriores, con sus lógicas variantes, transcurrieron tres horas y media. Cuando todavía quedábamos cerca de veinte ciudadanos y ciudadanas, un mozo carnicero mal encarado, con su bata salpicada de sangre y con un filoso cuchillo en la mano, nos comunicó que solo había carne para atender a cinco personas más, cuando mucho. Con esa facha, nadie se atrevió a expresar de viva voz su molestia por la pérdida miserable del tiempo que allí permanecimos, sin contar el del traslado y el costo del estacionamiento.

De regreso a casa no tuve ánimo de sentarme a escribir. Al día siguiente, ya calmado y resignado, fui directo a mi biblioteca y rescaté los escritos de Cadenas que comenté al principio. Los releí y sentí sobrada envidia: ninguna de las tareas cotidianas que le tocó confrontar en su momento podían generarle el sentimiento de frustración y contrariedad que la revolución bonita le impone a los escribidores de ahora.


Por: Eddy Reyes

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