Somos algo. Imposibilidad de
mirar, dislocado borde del que pende la vida. Somos eso, un territorio en
emergencia, tachado, borrado de su historia, una guerra taciturna que nadie
quiere reconocer. Así pasan los no-días, mientras la miseria humana y material
desconecta los vínculos, desarma la confianza, anula y sepulta las ya lejanas
virtudes del bienestar común. Quiénes somos. Una colectividad sin norte. Un alzhéimer
inducido por los voraces mundos mediáticos de aquellos que obligan a la
historia, ellos: los poderosos avatares que levantan heroísmos indefinidos y
nos obligan a tragarnos su delirio personal.
Qué hacer. Perdidos en la
secuencia inconexa de un recuerdo tapiado, perturbados por las bases de un
presente incierto y un futuro invisible. Los largos plazos se han vuelto
pequeños; las ganancias, las metas, los planes, son ahora un abreboca
circunstancial que sobrevive con mucho esfuerzo en un día, en una hora, a veces
en segundos. Mañana ya nadie sabrá, mañana es otro año, otro problema, otra
urgencia inmediata, otra muerte sin nombre. A finales del mes de febrero se
clausuró en el Museo de Arte Contemporáneo del Zulia una valiosa exhibición
individual de un joven creador residenciado en Maracaibo que se ha ocupado con
mucha disciplina de estos temas, consolidando la dolorosa encrucijada de una
obra que sellará para la posteridad preocupaciones olvidadas por las
instituciones del país, por aquellos que continúan sorteando las difíciles
debacles de nuestro entorno.
Con el nombre Aún sin título,
Armando Ruiz, artista ganador del Salón Jóvenes con FIA en el año 2012,
desplegó en la sala 1 (lateral) del Maczul una amplia instalación que a partir
de oscuras zonas de la realidad venezolana abrió las puertas hacia la
consecución de un turbulento suceso visual, una gran ambientación museográfica
que generó la confrontación directa de la mirada del espectador con la
descomposición de un tejido social en el que peligrosamente se privilegia una
amplia cadena de antivalores que legitiman prácticas inconcebibles para el
desarrollo saludable, diverso y democrático de las sociedades.
Entendiendo el arte como un
vehículo de manifestación de sus inquietudes y de las demandas no atendidas en
ese espacio conflictivo, el artista recurrió a la mezcla de discursos y
elementos: un amasijo de variables iconográficas en las que el video, la
escultura, la obra en proceso y finalmente la instalación con materias
orgánicas, volvieron complejos no solo los territorios del arte sino también la
identificación y responsabilidad del espectador frente a las confusas
vertientes que le rodean. La imagen del desvanecimiento de lo humano, el poco
valor de la vida en contextos de crisis y la evasión de las responsabilidades
estatales ante lo que ocurre son tres líneas que se cruzan constantemente en la
sala de exposiciones, mediante la ilación de compendios estructurales que se
levantan como los dolorosos testimonios de esa ruina: sillas de ruedas, lonas
de algodón, lavamanos, jabones, inodoros, cocinas viejas, armazones de
colchones, carne molida, siluetas disipadas, sangre humana.
Aún sin título es el nombre que
el artista le dio a la muestra, metáfora silente, frase que expande preguntas
como las que abren este texto que hoy escribo sobre su trabajo y que también
uso, detenida como él frente a la imposibilidad de encontrar un término para lo
que significa la pérdida de una sola vida a manos de la injusticia, los
fanatismos, el odio y la barbarie.
Por: Lorena González
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