martes, 17 de marzo de 2015

AÚN SIN TÍTULO

Somos algo. Imposibilidad de mirar, dislocado borde del que pende la vida. Somos eso, un territorio en emergencia, tachado, borrado de su historia, una guerra taciturna que nadie quiere reconocer. Así pasan los no-días, mientras la miseria humana y material desconecta los vínculos, desarma la confianza, anula y sepulta las ya lejanas virtudes del bienestar común. Quiénes somos. Una colectividad sin norte. Un alzhéimer inducido por los voraces mundos mediáticos de aquellos que obligan a la historia, ellos: los poderosos avatares que levantan heroísmos indefinidos y nos obligan a tragarnos su delirio personal.

Qué hacer. Perdidos en la secuencia inconexa de un recuerdo tapiado, perturbados por las bases de un presente incierto y un futuro invisible. Los largos plazos se han vuelto pequeños; las ganancias, las metas, los planes, son ahora un abreboca circunstancial que sobrevive con mucho esfuerzo en un día, en una hora, a veces en segundos. Mañana ya nadie sabrá, mañana es otro año, otro problema, otra urgencia inmediata, otra muerte sin nombre. A finales del mes de febrero se clausuró en el Museo de Arte Contemporáneo del Zulia una valiosa exhibición individual de un joven creador residenciado en Maracaibo que se ha ocupado con mucha disciplina de estos temas, consolidando la dolorosa encrucijada de una obra que sellará para la posteridad preocupaciones olvidadas por las instituciones del país, por aquellos que continúan sorteando las difíciles debacles de nuestro entorno.
Con el nombre Aún sin título, Armando Ruiz, artista ganador del Salón Jóvenes con FIA en el año 2012, desplegó en la sala 1 (lateral) del Maczul una amplia instalación que a partir de oscuras zonas de la realidad venezolana abrió las puertas hacia la consecución de un turbulento suceso visual, una gran ambientación museográfica que generó la confrontación directa de la mirada del espectador con la descomposición de un tejido social en el que peligrosamente se privilegia una amplia cadena de antivalores que legitiman prácticas inconcebibles para el desarrollo saludable, diverso y democrático de las sociedades.
Entendiendo el arte como un vehículo de manifestación de sus inquietudes y de las demandas no atendidas en ese espacio conflictivo, el artista recurrió a la mezcla de discursos y elementos: un amasijo de variables iconográficas en las que el video, la escultura, la obra en proceso y finalmente la instalación con materias orgánicas, volvieron complejos no solo los territorios del arte sino también la identificación y responsabilidad del espectador frente a las confusas vertientes que le rodean. La imagen del desvanecimiento de lo humano, el poco valor de la vida en contextos de crisis y la evasión de las responsabilidades estatales ante lo que ocurre son tres líneas que se cruzan constantemente en la sala de exposiciones, mediante la ilación de compendios estructurales que se levantan como los dolorosos testimonios de esa ruina: sillas de ruedas, lonas de algodón, lavamanos, jabones, inodoros, cocinas viejas, armazones de colchones, carne molida, siluetas disipadas, sangre humana.
Aún sin título es el nombre que el artista le dio a la muestra, metáfora silente, frase que expande preguntas como las que abren este texto que hoy escribo sobre su trabajo y que también uso, detenida como él frente a la imposibilidad de encontrar un término para lo que significa la pérdida de una sola vida a manos de la injusticia, los fanatismos, el odio y la barbarie.

Por: Lorena González

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