■ No es nada casual que el escenario escogido sea el Teatro Nacional.
De hace buen tiempo a esta parte,
casi todas las acciones de gobierno se presentan en teatros, sutil anuncio de
que lo que va a ver usted allí es pura ficción. La obra se llama “magnicidio
con golpe militar”, un recurso propio del espectáculo, el de unir en una sola
representación dos proyectos teatrales que han sido cada uno individualmente
exitoso. El hecho de que se nos diga que lo que se prepara es un magnicidio con
golpe (como quien dice quirpa con chipola), recuerda inevitablemente al viejo
chiste del tipo al que se le murió la suegra y preguntado por el empleado de la
funeraria acerca de si prefería entierro o cremación, él responde: “las dos
cosas por si acaso”.
“¿Qué demócrata, qué cristiano
está de acuerdo con un baño de sangre? Él (Tarre). ¿Qué demócrata o cristiano
está de acuerdo con un magnicidio? Ella (María Corina Machado) y él (Gustavo
Tarre). ¿Qué venezolano, qué ser humano está de acuerdo con la violencia, con
el asesinato de hermanos? Ella y él”. Esto, sin duda es un fragmento del monólogo
de Pío Miranda en El día que me quieras del inolvidable Cabrujas, que se quedó
flotando por ahí, en algún rincón del teatro y decidió, como un fantasma, salir
hace dos días. Que nuestros magnicidas pongan por escrito sus planes los
convierte en una especie de reencarnacion de Peter Sellers en sus mejores
momentos de La Pantera Rosa.
Acusado Tarre de magnicida, es
inevitable imaginarlo, como Tom Cruise en Mission Impossible , con licra negra
ceñida al cuerpo corriendo en la noche por los tejados de Miraflores, sin
romper una teja y descolgándose al patio central, el de la fuentecita, con un
sistema de cuerdas con poleas y freno incorporado que le detiene a un
centímetro del piso, justo antes de que se activen las poderosas alarmas láser
que -simulando telas de arañaprotegen de pisadas indeseadas el suelo nocturno
del patio central de La Casona de misia Jacinta. Mientras, María Corina, cual
lady speed stick de la vida, se lanza en rapel desde aquella famosa esquinita
de la azotea del Palacio Blanco y su axila -sin una gota de sudor, ni un atisbo
de mal olor- va a dar a la cara atónita de Tarre. Mientras, desde El Calvario,
Diego Arria, con binoculares nocturnos de alta definición, contempla la escena.
Toma su celular y le envía un mensaje al embajador de Estados Unidos en
Colombia: “ya los magnicidas llegaron al Palacio”… “¿Cuál Palacio?”, responde
el otro distraído en la madrugada…
“Gua, ¿cuál va a ser?, el de
Miraflores… ¿no te acuerdas pues lo que hablamos?”… “Oh, yes, yes, el
magnicidio, sí, jaja, qué cabezo el mío”.
El otro mensaje de Diego es para
Eligio… “transfiere más real que ya están adentro”.
Con la precaria situación
económica del país, a los terroristas no les aprobaron a tiempo Sicad II para
comprar las armas y hubo que recurrir a financiamiento externo… ¿quién eligió
al financista? Nadie lo sabe, pero lo cierto es que él dijo que no ponía ni
medio hasta no tener la certeza de que estuvieran adentro porque él no iba a
perder sus reales otra vez.
El final de esta compleja
operación es cuando -con todos los planes ejecutados exitosamente- aparece
Salas Römer en cadena nacional de radio y televisión, montado en su caballo
diciendo a cámara: “Ahora sí que vamos a devolverle la alegría a Venezuela”.
¿Magnicidio otra vez? ¿El intento
fracasado número 13?… Por favor, el teatro tiene una infinidad de recursos.
Camaradas, abran los ojos, aquí lo que hay es un magnisuicidio, es decir un
suicidio de proporciones intergalácticas, supremas, inconmensurables, que
abarca la economía, las instituciones, la salud, la seguridad, la educación y
que si sigue así nos va a aniquilar a toditos.
*LAUREANO MÁRQUEZ, Humorista y Politológo. La
única rebelión en la que creo es la democrática.
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