Cualquiera que vea a Nicolás
Maduro diciendo en China que Venezuela es “una potencia moral”, siente de
inmediato el estallido de la indignación. Cualquiera que lo escuche hablar de
un nuevo préstamo por 20.000 millones de dólares, siente al instante cómo
explota la palabra coraje debajo de su lengua. Cualquiera que observe cómo
Diosdado Cabello abusa del poder y se burla de los otros; cualquiera que mire
cómo la oligarquía viola constantemente la Constitución y, de manera descarada,
se enriquece hablando de los pobres, siente enseguida un latigazo de rabia
cruzando dentro de la piel. Es una rabia ética, profundamente revolucionaria.
Es muy difícil vivir en Venezuela
y no ser un radical. ¿Cómo subsistir entre la inflación y la escasez, bajo un
gobierno que cree que la inflación y la escasez solo son una ficción, una treta
enemiga o una exageración oportunista? ¿Qué hacer frente los atropellos
constantes del poder? ¿Cómo reaccionar ante la censura y ante la autocensura,
ante el proyecto de una casta político-militar que se propone invisibilizar
cualquier disidencia? ¿Cómo vivir tranquilamente sabiendo que hay presos
políticos y que toda protesta ciudadana puede ser acusada de rebelión? ¿De qué
manera digerir esa arbitrariedad llamada Tibisay Lucena? ¿Cómo hacer una cola y
no recordar la lista de empresas fantasmas que –hace un año– Jorge Arreaza
prometió mostrarnos? ¿Qué hacer con un Estado que permite que haya más balas
que medicinas? ¿Cómo comportarse ante unas instituciones que sostienen que la
justicia no es igual para todos y que la exclusión política es una forma de
hacer patria? ¿Cómo sobrevivir a un gobierno que ha decidido ignorar la
realidad? ¿Cómo vivir en este país sin masticar permanentemente la palabra
arrechera?
Es muy difícil no ser un radical
y es todo un desafío definir bien ese adjetivo. Hay demasiadas posturas fáciles
y frívolas que solo sirven para producir confusiones. Los extremistas express,
aquellos que todavía se resisten a entender que el país cambió y que ellos
también deben cambiar, siempre están dispuestos a ofrecer recetas instantáneas.
En el fondo, comparten con el oficialismo una misma ecuación del problema:
“Ellos son los malos, nosotros somos los buenos”. Y ambos, a partir de esa
premisa, pretenden patear el presente y organizar el futuro. Todo lo demás,
siempre será un estorbo.
Pero al poder le convienen mucho
estos extremismos. Una de las tragedias principales de Nicolás Maduro es que no
tiene capacidad personal para repolarizar al país. El liderazgo que le
regalaron se ha ido desinflando y lo ha dejado como una suerte de gerente
menor, que solo puede producir más burocracia mientras repite de mala manera
las fórmulas del manual de ventas de la compañía. Revolución S.A.
Los herederos de Chávez necesitan
urgentemente volver a poner de moda la polarización. Por eso fueron a China. La
realidad del país los tiene sin cuidado. Les preocupa más su futuro. Fueron a
buscar financiamiento para la campaña electoral. A buscar dinero para relanzar
publicitariamente la polarización. Porque a medida que la pugna cede, que la
división política se vuelve blanda, comienza a aparecer otra realidad, menos
favorable, una división más cruda e inquietante: no hay dos bandos sino una
cúpula y una masa. La verdadera mayoría en Venezuela somos los civiles.
La historia demuestra que las
realidades complejas no tienen salidas simples. El extremismo express ha
querido apropiarse del término radical varias veces. Y varias veces ha
fracasado en esta década y media. Pero el extremismo siempre es tentador. Se
aprovecha del genuino malestar social para pregonar que la intolerancia es una
virtud y que la impaciencia es una estrategia. Hacer política en serio es más
radical que improvisar una guarimba o que llamar a la abstención. En tiempos de
impotencia, abundan los espejismos. En el año de los radicales, lo primero que
nos toca es aprender a administrar la indignación.
Por: ALBERTO BARRERA TYSZKA
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