Hace poco escuché a una pareja
conversar sobre aeroplanos y aviadores. Me1007_20131230hFiKAu sorprendió que
utilizasen esos términos, y no aviones y pilotos, como seguramente al lector
asombraría que alguien se refiriese a un tocadiscos llamándolo pick- up o
fonógrafo. Hay, me dije, palabras que pasan de moda – o ya no se justifican
porque las cosas que designan no son lo que solían ser– y me propuse escribir
al respecto si daba con un pretexto para tal fin. La casualidad quiso que lo
hallara en el título de un curioso libro, Palabras moribundas (2011), del
periodista Álex Grijelmo y la lingüista Pilar García Mouton, que procura
rescatar del olvido 150 expresiones que están en peligro de extinción, mediante
la exposición de sus significados y el relato de su trayectoria, aspectos
relevantes en los que puede ahondar un filólogo, pero que a nosotros acaso
sirvan de excusa para aproximarnos a la singular semántica con la que el
chavismo ambiciona caracterizar su oropel retórico y, de paso, examinar cómo
reacciona la oposición ante ese vanguardismo desechable.
Con el aplauso complaciente de
intelectuales que escarbaban entre anacronismos idiomáticos para glorificar con
rancios antecedentes –no por viejos valederos– la verborragia de Chávez, la
palabra escuálido se convirtió en predilecta del regañón y sus corifeos para
adjetivar a la oposición, y devino en equivalente del despectivo gusano acuñado
por el castrismo; este, sin embargo, es apenas un ejemplo de la corrupción de
sentidos y acepciones que acarrea la propensión a desacreditar, transmutándolas
en epítetos y denuestos, locuciones como derecha o burguesía –y sus sinónimos–,
para nombrar sólo dos y no ahondar en la roja alquimia verbal prodigándonos en
tedioso listado.
Era, sobre todo, en su
quincallería conceptual donde la charlatanería del comandante fluctuaba entre
pedantería y atrocidad: pedante era su farolero responso bolivariano, ese que
nos hacía sonrojar cuando se extasiaba en ditirambos que ni Eduardo Blanco era
capaz de perpetrar, o en la pomposa declamación de deplorables versos de José
Joaquín Olmedo; atroz, su obstinación por aclarar, en jactancioso retintín
didáctico, arcanos asuntos como la “nueva geometría del poder”, frase cohete
disparada contra la descentralización para aupar, a contramano de lo estipulado
en la Carta Magna, un estado comunal controlado, paradójicamente, por un solo
hombre o por un minúsculo cogollo sesgadamente militar. Este rebuscado bamboleo
verbal es de órdago en Maduro. Y tanto que no se entiende qué busca comunicar
cuando presenta al Cuerpo Nacional Contra la Corrupción como “institución vital
para lograr la cohesión del elemento ético-educativo- cultural, el
institucional-legal y el sancionatorio-investigativo- policial”, ¡vaya duro y
venga suave!
Al margen de tan hueca palabrería, y del
sexismo de su irrisoria segregación de géneros, lo relevante es que el régimen
milico nunca hace mención de palabras como libertad, pluralismo, alternabilidad
y otras inherentes a la democracia, noción que ha execrado de su glosario y
desearía desparezca del repertorio verbal de una sociedad que felizmente –como
señala Germán Carrera Damas (“Los demócratas y el síndrome de Harbin”, Letras
Libres, Octubre 2014) “puede recordar la democracia, no sólo aspirar a ella”,
lo cual para la oposición mucho significa, pues, es a la vindicación del estado
democrático hacia donde deben apuntar sus tiros y su discurso.
En el diálogo que se inició a
raíz de la eclosión de protestas contra el derrotero de Maduro y sus
desviaciones militaristas y comunistoides, los portavoces de la unidad supieron
exponer y defender sus opiniones ante un interlocutor carente de alegatos
convincentes, parapetado en la repetición automática de consignas dogmáticas y
carente de ideas para poner fin al drama que vivimos a consecuencia de sus
insuficiencias teóricas e incapacidades prácticas para revertir el deterioro
creciente de la economía, agravado por el desplome de los precios del petróleo;
de la fortaleza y lucidez demostradas entonces, debe ahora hacer gala la
oposición y evitar, con acciones decididas, que se esfumen definitivamente no
las palabras atinentes a la política –Palabras que son saturadas con mentiras o
atrocidades no se recuperan fácilmente, diría George Steiner–, sino las que
forman parte de nuestra cotidianeidad y designan productos esenciales para el
bienestar ciudadano y que ya parecen
recuerdos lejanos. De lo contrario,
veremos caer en el olvido sustantivos como cafetería, panadería, lechería,
dulcería o farmacia (ya nadie dice botica) por mencionar sólo algunas de las
voces que han comenzado a escasear en el precario hablar del venezolano: a este
ritmo, quizá nos convirtamos en una sociedad sin palabras o en un país de mudos
donde mandan los sordos.
Por: Raúl Fuentes
rfuentesx@gmail.com
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