Acertaba el filósofo Hans-Georg
Gadamer cuando advertía que en materia de identificación cultural, hemos pasado
de ser “lectores” a “espectadores” del mundo. En tiempos en que las claves de
la realidad parecen circunscribirse a los límites de una pantalla, esto es, en
la era del Homo videns –categoría en la que el politólogo Giovanni Sartori
inscribe a una sociedad signada por lo audiovisual- es casi imposible aspirar a
que la política se zafe limpiamente de tales jubones.
A merced de la adictiva
conexión en tiempo real a través de la televisión o la internet, algunos
videopolíticos (renovados pop-stars, impúdicos mayoristas de ciertas épicas y
relatos) encuentran propicio trampolín para lanzarse a los brazos de un
“elector teledirigido” hambriento de emoción y primicias. La propaganda del
populismo no podía imaginar mejor socio: por esta vía, esa melange ideológica
que sólo sobrevive anudada a la imagen, el discurso y los respingos de una personalidad
cegadora promete amplificarse y mutar, con buen aliño de maña y sentido de la
oportunidad, de producto comercial viejo a uno que se vende como nuevo. Una
bondad con la que Goebbels habría salivado, sin duda.
El tema de la política como
espectáculo ha sido una constante con la que la sociedad moderna ha trajinado
desde que la imagen interceptó el simbolismo de la palabra y transformó la
naturaleza de la comunicación masiva. En casi todos los países han surgido líderes
de rasgos exuberantes, ruidosos, provocadores, quienes desde el refugio de esa
realidad fragmentada aprovechan para hacer marketing personal. Pero el caso del
chavismo en Venezuela merece especial reparo. Como nunca antes en una historia
salpicada de ocasionales liderazgos cesaristas, la política había alcanzado tal
nivel de sobre-exposición y framing. En intento de suplantar la verdad por la
verosimilitud y la sustancia por la apariencia, la hegemonía mediática brindó
al régimen la oportunidad de mantenernos en un estado de campaña electoral
endémica, ahogados en consignas, simplificación, neo-lengua y ritos televisados
(ya un ideólogo afín al régimen, Ignacio Ramonet, recomendaba conectar la
expresión de “soberanía” de una nación con el dominio de su producción de
imágenes).
Así, desde la plataforma de un
“Aló, Presidente”, por ejemplo, se ofrecía no hechos, sino una “mera
representación” (Guy Debord), una acomodaticia paráfrasis de la realidad, según
la iba filtrando Chávez. El carismático líder de una revolución que entonces
demandaba ser vista, registrada, metabolizada, consumida, televisada ad
nauseam, se valía de su histrionismo para inducirnos a una suerte de
emotivización dirigida, que borraba cualquier ensayo de objetividad. Hasta la
enfermedad de ese líder se convertía en carne de un intenso episodio. La
ampulosidad de ese “Chimborazo permanente” -Antonio Pasquali dixit- en vivo y
directo, que sedujo incluso a Oliver Stone, terminó reduciendo el espectro del
debate político a su más gruesa, artificial expresión: “los que están conmigo”,
versus el anatemizado adversario, “los que están contra mí”.
Como dos compulsivos amantes, uno
respirando a expensas del otro: sería ingenuo negar el grosero affaire del
régimen con el show mediático. Gracias a eso y a los patrocinios de una
saludable chequera, se pudo sostener con relativo éxito el espejismo de una
patria salvada de las garras del capitalismo salvaje por el Socialismo del
Siglo XXI. El “parecer” destronaba así al “ser”: poco importaba advertir lo que
en verdad acontecía tras cámaras, o ilustrar políticamente a las masas,
mientras la potente mise-en-scène oficial mantuviese los ratings en su punto
más elevado. Ese escenario, sin embargo, cambió drásticamente; no así la
vocación por el artificio. Bajo el agobio de una crisis económica sin
precedentes, ya sin público hipnotizado por la fanfarria, las dádivas o el
papelillo discursivo de un gran maestro de ceremonias, se insiste en exprimir
el jugo a la misma dinámica. La verborrea, el épico ultimátum, las
espectaculares excusas replicadas desde todos los flancos, no faltan: “Voy a la
cumbre de la Celac en Quito con todo, nadie me va a callar (…) No voy a aceptar
abusos de nadie allí. O nos respetamos o se acabó esta historia “, lanza
Maduro, y el arrebato en High-definition se vuelve eco en todos los medios del
Estado. Pero tras el libre acceso de los periodistas a la Asamblea Nacional y
la solicitud de respuestas al gabinete, el sex-appeal de esa mirada pública
sufrió un giro impensable.
Y sobrevino la mudez.
Ahora resulta que la diva cuya
piel se curtió bajo los flashes, trocó en mojigata ruborizada y repentina. “La
oposición insiste en el show mediático”, dice un alarmado Héctor Rodríguez, y
pide “ser respetuosos con el país”. Aristóbulo Iztúriz opta por el tono grave
al hablar de “Secreto de Estado”, y aclara: “aquí no hay payasos”; la Ministra
Marleny Contreras exige un diálogo que, por favor señores, no sea “con
comiquitas”… en fin. Todo indica que bajo una luz nueva que expone ángulos
menos favorecedores, el “ser” comenzó a desalojar al “parecer”. Era hora.
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