¿Fue la comodidad periodística
-en busca de simetrías noticiosas- la que creó la ficción de un auge de la
izquierda radical latinoamericana en el siglo XXI?
¿Fue el pragmatismo de la
izquierda castrista, el que, muerto el socialismo real bajo los escombros del
Muro y hundida la prometida recuperación latinoamericana de la década de los
80, inventaron este pastiche de viejas resonancias revolucionarias mezcladas
con novedades de mercado?
Lo cierto es que en los
alrededores del siglo XXI los más importantes gobiernos latinoamericanos
comenzaron a caer –o, como en México, estuvieron a un tris de hacerlo- en manos
de una autoproclamada izquierda nacionalista que, por el empuje y el dinero del
comandante Chávez, fue identificada –con renuencia de unos y oportunismo de
otros- con el vistoso nombre de socialismo del siglo XXI. ¡Por fín reaparecía
la inmortal utopía racionalista del siglo XIX que bajo influencia de Marx llegó
a apoderarse de una tercera parte del planeta! Se apoderó, sí, pero finalmente
la perdió.
Favoreció el inesperado cambio,
por supuesto, el auge de los commodities y la pérdida de influencia de EEUU,
sumida en demasiados conflictos asiáticos, africanos y europeos, como para
sacarle provecho a la circunstancial condición de única superpotencia viva de
la hora. Entre los commodities destaquemos el petróleo, con un mercado alcista
sin precedentes. Fue el salto descomunal de los ingresos venezolanos lo que
hizo soñar a Fidel-Chávez en la ¡ahora sí! inminente destrucción del
capitalismo y la victoria final del socialismo emanado del puño de Marx y
Lenin.
El intervencionismo chavista le
dio vestidura socialista a la izquierda triunfante en Brasil, Uruguay, Chile,
Perú, Guyana, República Dominicana, Nicaragua… y Argentina. La influencia que
cobraron –dinero de por medio- en el Caricom y otros países de Centroamérica y
el Caribe pareció abrumadora. Es verdad que muchos de esos países se sintieron
incómodos con la estrecha vestidura revolucionaria, pero pronto descubrieron
que nada les costaba asumirlo más bien moderadamente, si la munificencia
chavista y su riqueza interminable estaban a la mano.
La historia que vino después es
ya conocida. El fracasado modelo agotó el poderío financiero venezolano y
decretó una crisis tan descomunal que pocos dudan que se llevará en los cuernos
la festinada revolución socialista. La armazón de estructuras internacionales
montadas con los recursos chavo-maduristas no solo no progresa sino que se está
desmoronando. Ya nadie recuerda los festinados recursos para financiar planes
integracionistas y las alianzas insólitas con las que Chávez esperaba cambiar
la organización del mundo. Todo eso pasó a mejor vida, como le está ocurriendo
al socialismo siglo XXI y a varios de los modelos del muestrario
latinoamericano que ya no se exhiben en vidrieras.
Pero quiero detenerme en el caso
de Brasil por ser la primera economía de la Región y convertirse –desde el
presidente Juscelino Kubitschek- en potencia subimperialista.
El Partido de los Trabajadores,
dirigido por Lula y Dirceu, aprovechando la exitosa gestión del socialdemócrata
Fernando Henrique Cardozo, impulsaron cambios fundamentales y combinaron sin
enredarse demasiado tesis populistas y de mercado y dieron entrada a poderosas
transnacionales, que poco antes habían condenado vigorosamente.
Con el gobierno de Dilma Rousseff
la economía ha comenzado a retrodecer y asoma el peligro inflacionario, pero
los éxitos obtenidos podían sostener la popularidad del “lulismo”. Lo extraño
es que el factor que puede convertirlos a todos en cadáveres políticos es una
enfermedad que nuestros pueblos se habían acostumbrado a tolerar mientras el
paternalismo y las oportunidades estuvieran disponibles. Me refiero a la
corrupción de los altos dirigentes que la han acometido con atroz voracidad.
Las tres figuras más importantes
del partido aparecen incursas: Lula, Dilma y sobre todo José Dirceu, quien
estuvo destinado a sustituir a Lula en la presidencia y solo porque le pusieron
los ganchos en el horrendo caso de la “gran mesada” o “mensalao” es que su
lugar lo ocupó Dilma.
Dirceu había sido condenado a 10
años y gozaba de arresto domiciliario, cuando su nombre aparece de nuevo
envuelto en la macrocorrupción de Petrobras con la bonita cifra de USD 2000
millones. Estos dos han sido calificados como los hechos de corrupción más
grandes en la historia de Brasil. En el medio está Dirceu, jefe del gabinete de
Lula, mano derecha de su ensayo y antiguo guerrillero en tiempos de dictadores
militares.
Dirceu influía notablemente en
Lula, cuya formación teórica deja mucho que desear, pero su inteligencia
natural lo mantiene en el procerato. Su desplome mancha al jefe del partido
porque es imposible que Dirceu hubiera operado sin autorización de aquel.
Cualquier brasileño podría confirmarlo y de hecho lo estará haciendo porque el
miasma incontenible de la corrupción, como hidra de mil cabezas, brota y
rebrota insistentemente
En Brasil se aproxima un cambio.
La popularidad de Dilma está en el subsuelo y la de Lula va en la misma
dirección. El partido está conmovido internamente; sacudido, diría mejor. El
indispensable aliado que controla las cámaras del senado y diputados, el PMDB,
se está desmarcando a ojos vista.
El viraje democrático del gran
país cambiará enormemente la fachada de Latinoamérica. Si recordamos que las
conversaciones de Obama y Raúl siguen avanzando y reflexionamos sobre la ruina
en que está sumida Venezuela, llegaremos a la conclusión de que nuestro
subcontinente finalmente no se resignó a morir en el pantano de una ilusión
absurda, sino que podrá enrumbarse en democracia hacia los altos horizontes del
desarrollo, la ciencia, la educación, la salud, propios de las sociedades
basadas en la inteligencia.
No parece haber más grotescos
obstáculos que lo impidan.
Por: Américo Martin
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