Hace ya diez años en una
multitudinaria marcha en contra del gobierno de Hugo Chávez un hombre llamó la
atención de todos. Portaba un inusual papagayo que llevaba escrita la palabra
libertad. El hombre marchaba en silencio. El enorme papagayo hablaba por él. La
gente le sonreía, le tomaba fotos, lo aplaudía. Desde entonces hasta el asfalto
de hoy no hay concentración o marcha de la oposición donde Rafael Araujo y su
papagayo no estén. Su ingenio ha transformado un emblema universal de la
infancia en una herramienta de protesta y reflexión.
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Papagayo 1: “Si Maduro es el
presidente, yo soy el pájaro loco”
Rafael Araujo suele recorrer
Caracas con la voz sediciosa de su papagayo. Es mejor que una pancarta, dice.
La pancarta alcanza dos, tres metros. Un papagayo logra 30 metros de altura, o
más, porque se eleva a través de las redes sociales y llega al resto del país.
Papagayo 2: “No dejaremos solos a
los estudiantes”.
El papagayo refulge en mitad de
la masa. Los colores son vistosos. Tarda
un día en hacerlo. Suele conservar la misma estructura, hasta que aguante. Lo
demás es ingenio, calle y tenacidad.
Papagayo 3: “Jueza Afiuni,
perdóname por hacer tan poco”.
Caña amarga en las quebradas.
Verada en los mercados populares. Papilo y papel de seda en la Plaza de San
Jacinto. Papel bond muchas veces. A veces los niños le piden que les regale el
papagayo. No puede. Sería quedarse mudo. Sin propósito.
Papagayo 4: “Guyana perforará
nuestro Esequibo, ¿lo permitiremos?”.
La gente ya lo reclama, lo busca
con la vista, posa con él para las fotos. En Quebrada Honda un indigente apenas
lo vio le preguntó “¿Y el papagayo?”. Es un ícono ambulante de la ciudad.
Papagayo 5: “El pueblo se
la/menta al gobierno en la cola”
Sus frases oscilan entre el
humor, la solidaridad y el reclamo. No hay tema de la realidad nacional que le
sea ajeno. El código de su protesta es tan pacífico como poderoso. Son diez
años, más de 6 mil papagayos y los zapatos rotos de tanto caminar.
Papagayo 6: “Yo creí que esta
corredera era porque había comida”
Rafael Araujo es un papagayo de
61 años.
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El día de nuestro encuentro quise
diseñar una coincidencia. Lo cité a un viejo café del Centro Comercial Chacaíto
llamado “Papagayo”. Intenté un gesto lúdico. Pero la realidad impone sus
reglas: el local abría a mediodía (eran las 10 am) y ahora tiene otro nombre.
El gesto fracasó. En cinco minutos estábamos sentados en otro café.
Le sugerí que recostara el
papagayo a una silla para que estuviera más cómodo. No quiso soltarlo: “Es mi
lazarillo, ya no puedo estar sin él. Con el papagayo soy otra persona, me
transformo. Sin él, soy un ser anónimo.
Cuando no lo cargo nadie me reconoce. Es como Clark Kent y Superman. Con
lentes o con capa”. Durante la conversación saca a pasear su sentido del humor,
y vuela alto.
Papagayo 7: “Los miércoles no
puedo hacer un co… Me toca cola por el número de cédula”.
Un militar de boina roja se
detiene y lee el papagayo. La frase cuestiona todo lo que él representa pero no
puede evitar la sonrisa. Es uno de los méritos del papagayo: invariablemente,
construye una sonrisa.
No pertenece a ningún partido
político, a pesar de que se lo han propuesto. “Es mejor ser libre, y así estoy
con todos”. Como el papagayo que lo acompaña.
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Papagayo 8: “Franklin Brito por
ti seguimos”.
“Hice el papagayo y se lo llevé a
la OEA, donde estaba en huelga de hambre. Le gustó mucho. Después murió y yo no
cambié el papagayo”. Para Araujo, el caso Franklin Brito, un agricultor de 49
años de edad que murió luego de sucesivas huelgas de hambre en protesta por la
expropiación de sus tierras por parte del gobierno, concentraba el problema de
Venezuela. “A él se le violaron todos los derechos: derecho a la propiedad,
derecho a la protesta, al trabajo, a la familia, y por último, derecho a la
vida”.
Dice Araujo: “Siempre hay algo
fundamental en la vida de uno. Pueden ser los hijos, la familia. Para él era el
amor a la tierra. O simplemente la dignidad. Sin dignidad para qué se vive”.
Llegó a pensar que con la muerte de Franklin Brito el gobierno caería. Creyó
que las calles explotarían de indignación. Pero nada pasó. O sí, todo sigue
peor.
“Después de Franklin Brito
comencé a hacer papagayos con otros mensajes, porque siempre hay problemas
nuevos. Esto parece una guerra. Una guerra sin guerra y una revolución sin
revolución”, sentencia.
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Papagayo 9: “Dios proveerá y Marx
multiplicará los panes”.
Rafael Araujo no sonríe en las
fotos. Escasamente lo hace. Me recuerda la frase de Tabucchi: “Cuando sonríe
parece triste”. Ha construido su propia forma de lucha. Sin micrófonos ni
partidos políticos, sin trancar calles, sin incendiar la pradera. Su reclamo
vuela más alto que cien tuits. Sabe titular con la eficacia de un periodista.
El hombre del papagayo parece
rescatar el uso ancestral de “los pájaros del viento”, como se les llamaba en
China hace dos mil años. Entonces era usado para el envío de señales durante
las guerras. Hoy, Rafael Araujo, libra su propia guerra contra el régimen con
una originalidad tal que remueve las aguas de nuestra infancia.
Un solitario de la resistencia
luminosa.
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La noche anterior vi la película
“Good bye, Lenin!”. Pasa de nuevo frente a mis ojos la imagen de la estatua de
Lenin sobrevolando Berlín colgada de un helicóptero, como un papagayo que se
aleja del fracaso comunista.
Mientras tanto, en Venezuela, un
anacrónico tren de gobierno dice “¡Hola, Lenin!”.
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Papagayo 10: “Haré la cola como
un pendejo para conseguir comida”.
Dice que ese ha sido el más
exitoso. Todo el mundo se sintió reflejado. Piensa que la gente está más
indignada que antes, pero ya no lo expresa. Hay miedo. “El miedo es parte de la
vida”.
Hace poco pensó un nuevo letrero
para su papagayo, pero se autocensuró.
Iba a decir:
Papagayo 11: “En Venezuela la
corrupción es un Dios”.
Le pregunto por qué no lo hizo.
“Lo que pasa es que ahorita esa gente está peligrosa”, dice y baja la voz.
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Antes le decían loco. “Yo no
sabía que en la calle había tantos psiquiatras, porque apenas de verlo a uno lo
llaman loco. Qué talento tiene esa gente”.
Ahora la frase que más le dicen
es: “Dios lo bendiga”.
El hombre del papagayo nació en
Timotes, estado Mérida. Hoy vive en La Candelaria. Estudió arte en la escuela
Cristóbal Rojas. Cuando el profesor Petrovsky se jubiló, él se retiró. “Soy
inconstante y necio. Cuadro que no me gusta, lo rompo. Siempre he estado en la
búsqueda, y en la búsqueda me quedé. Entonces apareció el papagayo”.
Quizás ese era su destino, su
razón de ser. Encarnar la voz de reclamo de buena parte del país en la tela de
una cometa.
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Papagayo 12: “Maduro ¿por qué
destruiste el producto interno BRUTO?”
Otro de alto rating. Jura que no
quiso insultarlo. “La palabra Bruto la puse más grande, porque me sobraba
papel”, dice con picardía.
Luego se torna serio: “El
desastre actual es negligencia. Chávez no podía poner a alguien más inteligente
que él. Por ego”.
No asoma su papagayo en el
municipio Libertador. Es prudencia, por incidentes previos. “Los chavistas me
decían muchas groserías. Me han agredido buhoneros y policías”. Una vez, en la
plaza Bolívar, un hombre le rompió el papagayo en pedazos. “Pero el chavismo ha
bajado mucho. Ya el estómago es el que está opinando”.
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Papagayo 13: “Conan Quintana,
como a ti, los zapatos rotos no nos detendrán”.
Cuando se llevaron preso al
periodista Carlos Julio Rojas todos pensaron que era él, porque son muy amigos
desde hace seis años y a veces están juntos. Desde esa época conoció a Conan
Quintana, el estudiante asesinado recientemente, un luchador de zapatos
humildes.
Una vez los militares detuvieron
a Araujo. Lo llevaron a La Carlota. Querían desnudarlo, golpearlo.
Providencialmente no ocurrió.
“Yo no aguanto golpes, soy
delgadito. Yo soy el propio escuálido”.
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El hombre del papagayo es
divorciado, pero hace colas para comprarle comida a su ex mujer. Se entera de
las noticias por la radio y por Facebook.
Algunos le dicen: “Señor, usted solo hace más que los políticos”.
Su pintor favorito es Picasso.
Cree en su famosa frase: “El arte es una mentira que nos acerca a la verdad”.
Habla de la letal combinación de
arte y política: “El gobierno se tomó a un artista como César Rengifo para
ellos. Ellos saben que nadie le puede preguntar a César Rengifo si es chavista
o no porque está muerto. A Alí Primera tampoco le preguntaron si el socialismo
que ellos representan es el que él buscaba”.
Ha ido guardando los papagayos.
Podría hasta hacer un libro. O una exposición. No deja de pensarlo.
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“Mi papagayo no es agresivo. Es
frágil, sencillo y callejero. Anda de frente, con el viento”, dice como quien
describe a su sombra, su perro.
Su protesta es un alarde de
pacifismo, su imagen transmite bonhomía y paz.
“El gobierno trabaja con el odio.
‘Nada es más fuerte que el odio’, recuerde esa frase”, me insiste.
No tuvo la intención de ser el
hombre del papagayo tanto tiempo. “Nunca pensé que esto iba a durar tanto”.
Mientras, se ha convertido en un particular cronista de estos tiempos.
Está decidido a seguir expresando
la indignación de la gente. Hasta que culmine la pesadilla. Entonces su
papagayo descansará.
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Al salir del café nos topamos con
“Juana, la cubana”, una joven que pasó una temporada en la plaza Altamira,
hasta que descubrió que había gente del Sebin infiltrada en el lugar.
Conversan. Se ponen al día. Finalmente todos nos despedimos.
Lo veo alejarse con sus zapatos
rotos y su sonrisa de triste, quizá pensando en la próxima frase que escribirá.
El hombre del papagayo dice cosas
que se elevan, incluso en los días sin viento.
Mientras, el país oscuro
continúa.
¿Cuántos papagayos de protesta
necesita hoy el cielo venezolano?
Por Leonardo Padrón.
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