Hace menos de un año que salí de
Venezuela. Cuando me fui, pensé que regresaría al cabo de unos dos meses y
seguiría, yendo y viniendo sin problemas.
Pero me tocó la crisis de las
compañías de aviación, la caída vertiginosa del bolívar, los costos absurdos de
los pasajes y así, de repente, me he convertido en parte de la diáspora
venezolana.
Sigo leyendo todas las noticias
de Venezuela y sobre Venezuela, pendiente de todo lo que pasa y por lo menos
creo, no desvinculada del país. Sin embargo he tenido interminables discusiones
con gente que me ha precedido en esta experiencia del exilio, de la emigración
o como quiera llamarse.
Me parece que en estos meses que
llevo fuera de Venezuela he perdido la experiencia de la cotidianidad. Puedo
ver las fotos de disturbios cerca de mi apartamento caraqueño, pero los gases
de las bombas lacrimógenas ya no entran a mi cuarto.
Al terminar de leer un artículo
sobre la escasez, puedo ir al supermercado a buscar los ingredientes exóticos
que me hacen falta para una receta.
Puedo trasnocharme hablando con
víctimas de la inseguridad e inmediatamente, a las 11 pm, puedo salir a pasear
a mi perro sin ningún temor.
Vivencia
Ya no tengo la vivencia
caraqueña. Vivencia que incluye el Ávila, el clima y las guacamayas, pero
también todos los horrores que han llevado a tanta gente a salir del país.
Por esa falta de cotidianidad,
siento que puedo seguir opinando, pero rechazo la actitud condescendiente de
quienes dan consejos y desde fuera, saben lo que hay que hacer.
Tampoco creo que ahora, la
distancia me permite ver con más objetividad nuestras fallas y carencias.
Concuerdo más bien con un perceptivo amigo que me acaba de decir: "estamos
justificando permanentemente el hecho de habernos ido. Si te acabas de divorciar
de tu esposo, no vas a dedicarte a alabar sus grandes cualidades".
Por: Maruja Tarre
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