La simulación democrática
venezolana ha llegado a su final, según el diagnóstico realizado por 33 ex
jefes de Estado y de Gobierno iberoamericanos el pasado 9 de abril, en su
Declaración de Panamá.
Se trata, antes bien, de advertir
que en Venezuela la realidad política discurre sobre rieles distintos o
binarios. Uno es el del gobierno de Nicolás Maduro y su logia de sanguijuelas
del patrimonio público; otro el del país, sus víctimas, sus presos políticos,
sus orfandades.
Para el primero, mal remedo de un
régimen fascista, el eje constructor de su actividad y la perspectiva desde la
que ve a Venezuela y nos ve a los venezolanos es el poder como dogma, y la
mentira como fisiología. De allí que su única preocupación sea conquistar más
poder, hacerse del mismo, imponerlo, conservarlo a costa de lo que sea,
rebanando, incluso fraudulentamente, las posibilidades electorales de la
libertad.
Los fines sociales del poder,
dentro de tal narrativa, son secundarios. Los problemas de la gente son una
cuestión a resolver en cada momento y de forma vicaria o instrumental al poder
que se detenta y se busca acrecentar como única finalidad.
Para la gente común, sobre la
base de sus padecimientos diarios, el riel de su construcción actual es la
libertad y sus beneficios, no el poder por el poder mismo; sobre todo en Venezuela
donde el poder, ahora y por lo pronto, de nada sirve para resolver lo
cotidiano.
El común, así, se afana para
encontrar formas de agenciar mediante el esfuerzo personal la satisfacción de
sus necesidades, ponerse a resguardo del hampa oficial y la no oficial, acaso
negociar aquí y allá con sus secuestradores gubernamentales para sostener algún
momento de sobrevivencia y decidir mientras se puede, para respirar en paz, es
decir, a la espera de recobrar la libertad y oxigenarla.
De modo que, si no es por
instinto, esta vez por obra de la “realidad” el pueblo venezolano descubre –
descubrimos – el valor primordial, inicial y final de los derechos humanos y
sus libertades; convencidos como nunca antes de que el Estado debe servirlos,
ser el instrumento de su realización y no su arbitrario dispensador, según su
criterio y patologías, para afirmar su poder y nada más.
Se trata, por lo visto, de una
disyuntiva agonal y presente. O los venezolanos sostenemos y defendemos la
cosmovisión constitucional que nace en 1999 y sobrepone al Estado y al poder de
sus invasores por encima de la persona humana y los derechos de los venezolanos,
o avanzamos hacia otra narrativa colectiva que fije la primacía de la dignidad
humana y sitúe a la libertad por encima de los “enchufados” y poderosos.
Esa disyuntiva – la preeminencia
del poder y sus intereses coyunturales por sobre la democracia y sus valores, o
viceversa – es la que explica que la VII Cumbre de las Américas no haya
alcanzado consensos. Concluye sin Declaración de los mandatarios, mientras los
ex presidentes iberoamericanos se avienen, sin reservas, en un amplio texto
dedicado a Venezuela y sus falencias democráticas; recordando principios y
valores fundantes que al verse violentados son, según ellos, la causa raizal de
las ominosas consecuencias económicas, sociales y políticas que anegan a
nuestra gente.
Algunos analistas, no obstante,
diciéndose militantes de la democracia se desnudan mejor como cultores del
positivismo venezolano de comienzos del siglo XX, propiciador del “cesarismo
democrático”. Les preocupan los ataques dirigidos al régimen de Maduro y
anclados en los principios y la moral democrática, menos si vienen desde
afuera, pues según aquéllos fortalecen su poder.
Desde sus trincheras utilitarias
luchan convencidos de que el pueblo lo que reclama y necesita es de otro padre
bueno y fuerte, pero responsable. Un líder que lo cuide, amamante y tutele. Y
creen a pie juntillas que Maduro y Hugo Chávez lo que son es incapaces – no
fascistas – y nada capaces para estar a la altura de dicho desafío.
Afirman que parte de la
revolución debe ser salvada y el primero apenas sustituido, procedimentalmente,
por otro “gendarme necesario”, más capaz y sensible, modernizador. Subestiman
la fuerza libertaria del pueblo y su derecho a la emancipación social y
política. En fin, desdicen de la democracia profunda por “inútil” o la reducen
a mero escenario de utilería. Más de lo mismo.
Por: Asdrúbal Aguiar
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