Kluivert no se graduará de
bachiller. No lo dejaron. Le arrebataron ese y otros sueños de un balazo. Su
derecho de vivir quedó tendido en el pavimento, en medio de un charco de sangre
y el desespero de quienes intentaron auxiliarlo. A Kluivert le truncaron las
muchachadas, las travesuras, las risas. No le dieron la oportunidad de crecer.
Jamás podrá recorrer los pasillos de una universidad, ni unirse de verdad a la
protesta de una causa que considerara justa.
No asistirá más nunca a sus
reuniones de boy scouts, ni jugará beisbol o fútbol o videojuegos o la que
pudiera haber sido la distracción de su preferencia. Kluivert salió del
anonimato para llenarnos a todos de dolor y lágrimas. ¡Y esa no tuvo que ser la
historia con la que debimos conocerlo! Ese no debió ser su final, ni ser esa su
última foto escolar: luciendo la camisa azul del liceo manchada de sangre y su
morral, todavía en la espalda, repleto de tareas inconclusas.
Pienso en el dolor de sus padres
y no logro atinar palabras de consuelo. No pueden existir, no ante la pérdida
de un hijo. Porque debe ser desproporcionado e incuantificable el dolor que
produce el asesinato de un hijo… Tantos abrazos, regaños y besos que quedaron
sin dar. No, no creo que haya manera de consolar a unos padres que le matan a
su muchacho. Porque a Kluivert lo asesinaron y era un niño. Un niño, de franela
azul, forzado a abandonar el aula para siempre…
Igual le ocurrirá a Gerardo: el
tricampeón de kenpo, apenas dos años mayor que Kluivert. Sus dieciséis años, su
disciplina deportiva, sus clases y sus sueños quedaron cercenados. Lo mataron
por no tener celular –se lo habían robado unos días antes de su muerte– y por
atreverse a pedirles a los delincuentes que le devolvieran la cédula. Un gesto
“de valentía” que le costó la vida. Gerardo no tendrá oportunidad de
enorgullecer a Venezuela, a sus padres, a su familia, a sus compañeros de
liceo, a sus amigos ni a él mismo, porque le arrebataron la oportunidad de
lucirse en un campeonato internacional de kenpo. Gerardo no seguirá acumulando
trofeos y medallas. No se graduará de bachiller, ni viajará por el mundo
demostrando sus destrezas. No, a Gerardo tampoco lo dejaron vivir. Al
tricampeón de kenpo hubiéramos querido conocerlo por sus premios y victorias,
no por su triste final decidido por unos malditos malandros que actuaron con la
impunidad de quienes saben que, contra ellos, jamás imperará la ley. ¿Cuántos
más correrán la suerte de Gerardo o de Kluivert o de los cinco estudiantes que
aparecieron ajusticiados recientemente? ¡Nos están matando a nuestros
muchachos! ¡Nos están matando a nuestros estudiantes! ¿Cómo no solidarizarse
con esos padres que se quedan huérfanos de hijos? ¿Cómo no sentir rabia, dolor
e impotencia ante noticias como estas? Están matando a nuestros muchachos, y un
país sin jóvenes, un país sin estudiantes ¡es un país que no puede palpitar
porque no tiene sangre en las venas!
Ante la escalada de violencia,
ante el incremento desbordado de las cifras de criminalidad y asesinatos en
Venezuela; pero, sobre todo, ante la incapacidad del gobierno para ponerle fin,
pienso –cada vez con más frecuencia– que esa es su estrategia. Que no le ponen
freno al hampa, ni a los colectivos, ni a los Tupamaros ni a la Resolución 8610
porque saben que es el camino más expedito para sembrar el terror y el miedo, y
así nadie se atreverá a protestar ni a llevarles la contraria. ¿Cuál es la
única opción que les queda a los incompetentes para seguir aferrados como
parásitos al poder? La violencia, el odio y el irrespeto a la vida, por ahora,
a esta gente le ha dado resultados.
Nuestros muchachos, con el arrojo
y la invulnerabilidad que da la juventud, han provocado al régimen y, sin duda,
eso los ha convertido en un estorbo. Quizá el objetivo sea acabar con nuestros
estudiantes –ergo, con el futuro– porque solo embruteciendo al país el gobierno
tendrá la garantía de que estará rodeado de mediocres como ellos. Son
demasiados los muchachos que aún hoy permanecen privados de libertad o con
régimen de presentación o, peor aún, que murieron víctimas de la represión
excesiva ordenada por un Estado que teme reconocer su fracaso. Razón tiene el
historiador Germán Carrera Damas cuando afirma que los jóvenes dan la vida por
la democracia, sin haberla conocido.
Entonces, vistos estos hechos, no
quedan dudas de que la muerte es la política del Estado. No podemos llegar a
una conclusión distinta o más sana cuando las cifras no mienten: 126 niños y
adolescentes murieron a manos de cuerpos de seguridad en 2014, según el estudio
realizado por Cecodap. Cuando el odio se siembra desde las aulas y las alturas
del gobierno, no se pueden esperar resultados distintos, sino un escenario
patético sembrado de muertes. Cuesta comprender el desprecio por la vida que
tiene esta gente. Con ellos en el poder, nos encaminamos a un exterminio como
sociedad, porque la muerte y la sangre son sus banderas y sus consignas. Este
régimen no cree en los principios democráticos, mucho menos en el respeto a la
vida.
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