Las colas son una consecuencia
directa de la centralización. Su opuesto es la dispersión, porque resulta
completamente evidente que con muchos y diversos expendedores las colas no sólo
serían innecesarias sino incluso imposibles. Son a una sociedad cerrada como el
acceso libre a una sociedad abierta.
No es sólo la escasez, como se
dice a diario, porque se puede tener la existencia que sea de bienes y
servicios, pero si se distribuyen en un solo punto, inevitablemente se armará
la cola; por último tenemos la demanda concentrada por el apremio del público
en adquirir los mismos productos, en el mismo lugar, al mismo tiempo.
De manera que la proliferación de
colas pone de manifiesto que está desapareciendo la pluralidad de oferentes,
concentrándose la distribución en las grandes organizaciones que todavía
sobreviven a la destrucción socializante.
Estas entidades originalmente
privadas han devenido, por fuerza de múltiples y abusivas regulaciones, en
auxiliares forzados de los mecanismos públicos de repartición, por lo que,
irónicamente, dejaron de ser negocios para convertirse en “servicios públicos”.
Por éste camino enrevesado
pretende el socialismo del siglo XXI estatizar la economía “legalmente” aunque
se trate de una seudolegalidad, en forma “pacífica” pero armada, “sin
derramamiento de sangre” como diría Mao, siempre contando con que las víctimas
“cooperen”, la palabra mágica que utiliza el hampa antes de ponerse a disparar.
Sin embargo, el mero hecho de
imponer colas para todo genera resistencias espontáneas, sobre todo entre la
gente que las percibe intuitivamente como una humillación y es porque lo son en
realidad. Son completamente incompatibles con cualquier sentimiento de
distinción y orgullo.
El propósito político e
ideológico de las colas es destruir la dignidad personal y transformar a los
individuos en “masa”. Las colas tienen un efecto de rasero igualador que pone a
todo el mundo al mismo nivel de nulidad y prescindibilidad, a ser menos que
nadie, que es lo característico de una sociedad concentracionaria, comunista.
Fidel Castro ha declarado hasta
la extenuación que no le importan las críticas de individuos aislados porque
sólo le interesan “las masas”, entendidas como conjunto indiferenciado del
“pueblo”, porque, entre otras cosas, la masa es acrítica, no sabe de sutilezas
ni abstracciones sino de apetitos primitivos, es profundamente amoral e
irresponsable, atributos ambos (moral y responsabilidad) estrictamente
individuales.
El comercio propiamente dicho es
abolido y sustituido por la asignación y distribución de bienes a los que los
comunistas se empeñan en despojar de su condición de “mercancías”, que es la
manifestación del pecado en la religión marxista.
La venta a precios controlados no
es venta, puesto que no persigue ningún fin de lucro, sino que reduce al
comerciante a prestador de un servicio público, es decir, que lo convierten en
funcionario, encima con carácter honorario, porque ni le pagan ni le conceden
el estatuto funcionarial.
De manera que la confiscación
subsecuente de los negocios privados es apenas la sinceración de una situación
que ya se había producido de hecho, en la práctica: la estatización de las
redes privadas de comercialización de bienes y servicios. Puesto que ya el
Estado había establecido qué se vende y a qué precio, lo que restaba era la
toma de posesión de los locales y la administración del personal.
El método puede variar pero el
objeto sigue siendo el mismo, desafortunadamente, los resultados también serán
los mismos: Todo para el Estado y el Estado para todo.
GUERRA ECONÓMICA
El rasgo más sobresaliente es su
singularidad: Venezuela es el único país en el mundo donde ocurre tal cosa. Ni
siquiera en Colombia, donde se reconoce que hay un conflicto bélico porque
hasta participan en unas negociaciones de paz en La Habana, se habla de que
exista “guerra económica”.
La cruda verdad es que la tal
guerra económica es una táctica diseñada en una sala situacional para enfrentar
una situación creada con medidas excepcionales. El maestro del
nacionalsocialismo, Adolfo Hitler, bendecía la guerra porque sin ella no
hubiera podido aplicar medidas extremas que serían inconcebibles en tiempos de
paz.
La paradoja de sus seguidores
criollos es que aplican una economía de guerra mientras hablan de paz e
identifican éstos como “tiempos de paz”. Considerando la guerra como la
continuación de la política por otros medios, visto que para ellos todo es
político, entonces se concluye forzosamente en que todo es guerra, a lo que no
puede escapar la economía, que es el centro de las preocupaciones de los
comunistas.
Quienes tienen una concepción
guerrerista de la sociedad y el mundo parten con ventaja respecto de los demás
que o bien adoptan un punto de vista contrario, pacifista o tolerante, en cuyo
caso serán derrotados sin remisión por la violencia, o bien se defienden por
medios equivalentes, con lo que confirman los prejuicios de aquellos.
Esta ha sido siempre la fortaleza
de la táctica de la lucha armada que obliga al contendor a someterse al juicio
de las armas, tal como proclaman los guerreristas que es el juicio de la
historia: la imposición del más fuerte.
El poder, dice Mao, nace del caño
de un fusil; portarlos es un privilegio de los militares, luego, los militares
tienen el poder.
ECONOMÍA DE DEPREDACIÓN
El Estado militar es un Estado de
bandidos. Vive, sobre todo, de los botines y de los tributos. Su sistema
económico es un “comunismo de bandidos y guerreros”, producido por la
mentalidad militar aplicada a todas las relaciones sociales, ha escrito Von
Misses memorablemente (1932), antes de que el nacionalsocialismo tomara el
poder.
Desde el civilizado centro de
Europa hasta el primitivo centro de África observamos que las mismas prácticas
conducen a resultados semejantes, ilustrados por la “proverbial plaga de
langostas”, de quienes se comportan en su país como ocupantes extranjeros.
Hasta ahora el ejemplo más actual
de depredación revolucionaria era Zimbabue, de Robert Mugabe. Es difícil
imaginar la impresión de un granjero blanco que encuentra una mañana una horda
de guerrilleros acampando en su patio. Estos sujetos matan y se comen al
ganado, reparten la leche y el queso, se llevan lo que queda y luego destruyen
las instalaciones.
Como se encuentran en rebelión
armada, la confrontación es directa con el ejército que si no logra someterlos
conducen a toda la sociedad a la impotencia. La intervención externa es una
ilusión que de realizarse se convierte en otra bandera ideal para los
revolucionarios que unen el nacionalismo al socialismo.
Podía verse claramente que
estaban matando a la gallina de los huevos de oro y que la economía del país,
antaño la más floreciente del África, se arruinaría, como en efecto ocurrió,
con una escasez devastadora y la inflación más alta del mundo.
Pero ellos llaman a esto
“revolución”, a sus fines “justicia” con la población negra excluida, por
cierto, la primera que se queda sin trabajo ni de qué vivir. Al final, adoptan
el dólar como moneda oficial, reparten la administración con la oposición
también oficial y luego de casi 35 años Mugabe sigue en el poder, que es lo
único que le interesa.
Ahora en Venezuela se observa
exactamente la misma dinámica. La plaga
cae sobre cualquier empresa, si más floreciente mejor, como sobre un botín, la
saquean hasta verle los huesos y luego simplemente saltan sobre otra.
La dificultad del comunismo de
campamento es que siempre necesita tener a quien asaltar y las posibilidades
económicas de cualquier país son limitadas por definición; luego, deben
extenderse sobre otro país para mantenerse con vida y seguir avanzando, tal
como ha hecho el régimen de Castro contra Venezuela después de extenuar a Cuba.
Lo sorprendente de este sistema
es lo paradójico que resulta, porque se roba la energía social al paralizar la
iniciativa de los individuos o, para decirlo en su propio lenguaje, se
convierte dialécticamente en su propia negación, con lo que se autodestruye.
Lo trágico es que en esta
“dialéctica” destruyen también a todos los demás, a menos que se les oponga
algún muro de contención.
Generalmente los comunistas
llegan hasta dónde los dejan llegar.
Por Luis Marín
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