“Cada vez que veo la foto de esa muchacha me
dan ganas de llorar”, dice la señora. Está en una cola, frente a una farmacia
donde, dicen, hay pañales para adultos. “Parece mentira que ya haya pasado un
año”, añade. Y luego suspira hondamente. Como si ya no supiera qué hacer con
tanta melancolía.
Se refiere a Geraldine Moreno,
joven de 23 años, asesinada el 19 de febrero de 2014. Pero podría también estar
hablando sobre cualquiera de las otras víctimas de los sucesos ocurridos el año
pasado.
Según un excelente trabajo del grupo de periodismo independiente Efecto
Cocuyo (www.efectococuyo.com), de los 43 casos solo están 3 abiertos, en etapa
de juicio. Hasta estos momentos, ninguno ha concluido judicialmente y en 32 de
ellos ni siquiera hay detenidos. Casi 70% de las muertes se encuentran en fase
de averiguación. Pero el poder y los medios oficiales, desde hace mucho, ya han
emitido un juicio, ya han sentenciado, ya han decidido quiénes son sus
culpables.
La abrumadora distancia que
existe entre los datos precisos del proceso judicial y el discurso del gobierno
ya es un delito. La impunidad da asco. Pero el uso mediático de la tragedia, la
tergiversación y la satanización oficial de lo ocurrido dan asco y rabia.
Mientras el oficialismo vocifera sobre “el monstruo de Ramo Verde” y los
asesinos paramilitares, sobre la conspiración universal y el golpismo
galáctico, la realidad muestra unas cifras diferentes y cruelmente insólitas:
un año después, solo 6,9% de los casos está en etapa de juicio. Hay sospechosos
que andan libres y detenidos sobre los que todavía no existe un proceso
abierto. Hay denuncias de represión y abuso que parecen estar paralizadas. Hay
–según José Vicente Haro– más de 2.000 jóvenes que se encuentran en libertad
condicional… Es indignante el descaro del gobierno: se presenta como víctima de
la violencia que él mismo ejerce.
Carlos Monsiváis, a propósito de
la matanza de Tlatelolco, acuñó una expresión que resulta ahora, para nosotros,
muy pertinente: aquí también el poder y sus medios han puesto en marcha una
“operación amnesia”. Se trata de implementar un gran número de procedimientos
para invisibilizar a los otros, a aquellos que no repiten la versión oficial de
esta historia. Más que llegar a la verdad y hacer justicia, el poder solo
quiere aniquilar la memoria ciudadana. La industria del olvido es también otra
forma de impunidad.
Los medios de comunicación,
militantes, sometidos o cómplices, tendrán algún día que explicarle al país
todos sus silencios. El relato de lo que han callado es tenebroso y fatal. Todo
forma parte de la misma inmensa campaña para que, entre nosotros, reine la
desmemoria. Para que la palabra guarimba sea una mancha que no permita nunca
llegar a la realidad, indagar y descubrir lo que realmente pasó. Para que todo
lo que vivimos se convierta de pronto en un espejismo, en un resplandor
confuso, en una duda: ¿qué pasó con Marvinia Jiménez? ¿Dónde está ella ahora?
¿Y dónde está la guardia nacional que la golpeó salvajemente? ¿Acaso ya solo es
una imagen danzando en el fondo de la red? ¿Cuánto durará en nuestros
recuerdos?
Cuando Nicolás Maduro le pide a
la posteridad que no le anote en su agenda estos dos primeros años de gobierno,
está en el fondo promoviendo la misma operación. La revolución nos necesita
amnésicos. No quiere que recordemos lo que pasó el 12 de febrero de hace un
año. No quiere que recordemos el primer disparo. Olvida lo que viste en la
calle. Olvida lo que oíste. Borra todas tus preguntas y solo escucha al
gobierno. Solo puede existir la verdad oficial.
Yo también siento ganas de llorar
cuando veo la foto de Geraldine Moreno. Y siento náuseas cuando veo esa misma
foto en un tuit de Telesur, usada sin pudor para ocultar su historia y para
apoyar a quienes probablemente la mataron. Por eso escribo su nombre. Por eso
hay que escribir todos los nombres. Y repetirlos. Siempre. La memoria también
es una forma de combatir la impunidad.
Por: Alberto Barrera Tyszka
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