Venezuela no comenzó con el
acceso al poder del difunto expresidente Hugo Chávez. Los líderes políticos
“visionarios”, los que se pretenden poseídos de una misión para torcerle el
curso a la historia, suelen borrar el pasado, cuando no desfigurarlo, para
poder destruir el presente con mayor comodidad. Una suerte de “antes de mí el
diluvio” que los presenta como los salvadores primigenios, los capitanes de un
arca poblada de elegidos (el yate Granma cuyo periplo fracasado inicia la
mitología del triunfo fidelista) dispuestos a fundar algo inmaculadamente
nuevo.
En su libro Koba el temible: la
risa de los 20 millones, Martin Amis, describe el ascenso cruel de Stalin y los
bolcheviques; la desaparición física de todo vestigio del régimen zarista
primero y luego de toda disidencia fuera y dentro del Partido Comunista de la
Unión Soviética. A fin de forjar “un nuevo mundo”, industrializando a Rusia,
eliminaron a millones de personas: terratenientes, grandes y medianos
propietarios de la tierra, los Kulaks, dejándolos morir de hambre para borrar
todo apego a la propiedad privada de la tierra, la cual según el nuevo dogma,
impedía la creación de una nueva conciencia social. “La muerte de un hombre es
una tragedia. La muerte de millones es una estadística” es una frase que se le
atribuye a Stalin y refleja muy bien la degradación moral a la que pueden
llegar los constructores de utopías concretas.
El fundador del socialismo del
siglo XXI quiso desfigurar la historia reciente del país. Borrar todo indicio
del pasado: la derecha apátrida, la burguesía parasitaria, los intelectuales
diletantes, los gusanos, los escuálidos, los curas diabólicos y sus sotanas, las
universidades autónomas, y sobre todo la democracia burguesa. El “¡No
volverán!” crispado de odio. Sus discípulos continúan la empresa: ahora los
héroes del 23 de enero son otros, desempolvados del museo de los atrasos
ideológicos en el que han convertido al Palacio de Miraflores.
Pero Venezuela fue algo muy
distinto a lo que se está viviendo. No era Arcadia, ciertamente, pero era un
país todavía apto para imaginarse -y labrarse- un futuro mejor; con una capital
rutilante, moderna, admirada por su arquitectura y vías de comunicación. El
interior avanzaba con el agro y la ganadería, y Guayana era un imponente polo
de desarrollo. Sus universidades eran visitadas por eminencias. Sus espacios
culturales (el Teresa Carreño era motivo de admiración internacional), sus
museos, sus artistas plásticos, sus músicos, su teatro, sus escritores.
El premio literario más
importante de América Latina, el Rómulo Gallegos, se les otorgaba a narradores
de excelencia, independientemente de su filiación política. Y los medios de
comunicación se expresaban con soltura crítica. Los movimientos culturales
populares florecieron libremente. La izquierda armada se integró al cauce
democrático (salvo muchos de los que gobiernan ahora), la democracia se fue
haciendo cada vez más participativa con la Reforma del Estado y surgieron
nuevos partidos políticos frente al bipartidismo imperante.
Sí, es cierto, había pobreza y
marginalidad pero convivían con la posibilidad de avanzar mediante la dignidad
del trabajo. Y fíjese, usted, los estantes estaban repletos porque la empresa
privada tenía su espacio para contribuir en el desarrollo.
Ese era el país de entonces, el
que ha sido desguazado en tres lustros y al que costará mucho recuperar. Atrás
quedan hechos que hay que reivindicar, grandes hombres y mujeres cuyos nombres
algunos evitan mencionar, importantes obras de las cuales enorgullecerse, una
convivencia política que era ejemplo regional, un espacio de alivio para gente
venida de otros lugares con ganas de prosperar.
Nada nuevo se construye negando
el pasado. El cálculo del “yo no me rayo hablando de la IV” no sólo es pobretón
de espíritu, es totalmente ingenuo políticamente. Mientras el régimen construye
un pasado que nunca existió, poblado de héroes que no fueron tales, los líderes
de la oposición democrática no pueden también optar al antes de mí el diluvio.
Con sus luces y sus sombras, hubo otro país en el cual valía la pena vivir.
Por: Jean Maninat
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