Mucho antes de que, a mediados
del año pasado, comenzara la vertiginosa caída en los precios internacionales
del petróleo, Venezuela se había precipitado en una profunda crisis económica.
El desplome generalizado de la producción, la escasez de divisas, la inflación
galopante, el freno a la inversión (tanto pública como privada), la acumulación
de obligaciones financieras internacionales, el precipitado drenaje de reservas
monetarias, la escasez de productos básicos y el turbio e irresponsable manejo
del gasto estatal se habían manifestado cuando el crudo todavía superaba los
$100 por barril.
Hoy el petróleo venezolano se
cotiza a menos de la mitad que en junio del 2014. Como consecuencia, el país
avanza de la crisis al colapso, que solo podrá evitarse o, al menos,
atemperarse, con cambios muy profundos. Estos deben centrarse en una verdadera
reforma de la economía e ir aparejados a un proceso de diálogo político abierto
y respetuoso, que conduzca a una recuperación democrática. Hasta ahora, sin
embargo, las señales son muy poco alentadoras, a pesar de la multiplicación de
los problemas y el creciente desencanto de la población.
El contexto no puede ser más
serio. El año pasado, la inflación llegó al 64%, la más alta de América; todo
indica que este año podría superar el 100%. El desempleo y la pobreza, tras
bajar durante algunos años, de nuevo se han incrementado. El déficit fiscal se
estima que llegó al 19% del producto interno bruto en el 2014. El poder
adquisitivo de la población ha bajado drásticamente. La mayoría de las empresas
estatales trabajan muy por debajo de su capacidad, con enormes ineficiencias y
descalabro en sus cadenas de abastecimiento. Muchas de las privadas han debido
cerrar o bajar drásticamente su oferta por carencia de materias primas y por
los controles de precios. Como consecuencia, el desabastecimiento se ha vuelto
crónico. Una gran cantidad de obras públicas están paralizadas. La dependencia
del petróleo es tal, que en los últimos tres años ha representado, en promedio,
el 96% de las exportaciones (frente al 76,8% en 1997). Y, para coronar el
colapso, se estima que, en este año, el ingreso de divisas por ese rubro no
superará los $36.000 millones, la mitad del año pasado, bajo la premisa de $46
por barril de crudo venezolano, una cifra, más bien, alta.
Como ha sido usual, el
presidente, Nicolás Maduro –al igual que antes Hugo Chávez–, se ha dedicado a
buscar verdugos y salvadores fuera del país. Achaca mucha de la culpa a una
“siniestra” conspiración de Estados Unidos y Arabia Saudita para bajar los
precios y doblegar así a su régimen y el de Irán. Además, para buscar oxígeno
salió a pedir créditos al exterior, en un tour de varios días, sin éxitos
tangibles. Las causas reales de la monumental crisis, así como las
posibilidades de empezar a superarlas, están mucho más cerca: en su propio
gobierno. Es hora de que lo reconozca y actúe en consecuencia.
La semana pasada, durante la
rendición de cuentas anual ante la Asamblea Nacional (Parlamento), Maduro tuvo
una excelente oportunidad para dar un verdadero golpe de timón. La
desaprovechó. En lugar de plantear un programa claro y coherente, con medidas
específicas y calendario preciso para reformar la economía, se limitó a
mencionar tres iniciativas. La primera, un sistema cambiario con tres tipos de
cambio de la moneda nacional –el bolívar– frente al dólar; la segunda, un
ajuste del 15% a los salarios mínimos; la tercera, un velado anuncio sobre el
incremento en los precios locales de la gasolina.
Además, insistió en el control de
precios y no hizo oferta alguna de concertación política o social. Su receta
equivale a prescribir únicamente jarabe contra la tos a un paciente con
neumonía, a riesgo de que, al tragarlo, pueda asfixiarse.
Ya Venezuela tiene un sistema
cambiario triple, que ha generado desastrosas distorsiones e inevitables
estímulos a la corrupción. La novedad, ahora, será que su tercer nivel quedará
sujeto a la oferta y demanda de oferentes y compradores de divisas (públicos y
privados), lo cual implicará, necesariamente, una gran devaluación. El 15% de
aumento en los salarios mínimos no compensará siquiera la cuarta parte de la
pérdida por inflación. El alza en la gasolina, indispensable desde hace varios
años, no se sabe aún si realmente se aplicará y cuándo; en todo caso, representará
un enorme desafío político para el Gobierno.
Si el Gobierno no controla la
expansión monetaria y el gasto público; si no maneja el presupuesto estatal con
transparencia y claro sentido de prioridades; si no pone fin a las distorsiones
cambiarias; si no da garantías para la inversión privada, y si no introduce
elementos mínimos de seguridad jurídica y de respeto al pensamiento
independiente, el país seguirá en caída libre. Entre tanto, el deterioro social
se acelerará, y el clima político se enrarecerá aún más. La gran pregunta es
si, cuando se decidan a confrontar la realidad que por ahora evaden, Maduro y
sus aliados optarán por la razón y la apertura, o se precipitarán en una
espiral represiva de gran magnitud. Venezuela, por desgracia, vive momentos de
enormes riesgos, que rebasan sus fronteras.
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