No sé si a ustedes les pasa lo
mismo. A mí me cuesta, cada vez más, perseguir las ideas del presidente. Lo
oigo hablar, quiero entenderlo, me concentro, trato de mantener el ritmo y la
atención… pero siempre hay algo que cruje, siempre hay un traspié, un brinco,
un paso en falso, una vuelta en U inexplicable. El discurso de Nicolás Maduro
parece una carrera de obstáculos. Te obliga a saltar de un lado a otro, a
tropezar y a agacharte, para tratar de comprender qué es lo que realmente está
comunicando. Pretende hablar a muy distinta gente a la vez, pretende mandar
diferentes tipos de mensajes al mismo tiempo. El resultado es caótico. Parece
un fuego artificial que de pronto ha perdido el control y gira sobre el aire,
sin sentido ni dirección, disparando luces hacia cualquier lado.
Maduro conoce las fórmulas retóricas. Y seguro
las ha ensayado con disciplina. Sabe cuándo rugir y calentar la temperatura de
su voz. También ejecuta la rutina de señalar con nombre y apellido a alguno de
los presentes, tratando de crear un clima coloquial que sabotee los formalismos
del poder. Imita a Chávez de manera constante. Últimamente, incluso, en ciertos
momentos habla para dentro, como aspirando las vocales, cuando quiere
imprimirle un tono más sentimental a lo que dice. Sí. Maduro conoce todas las
fórmulas. Pero las combina mal. No sabe qué hacer con ellas.
Pasa de la descalificación
grosera a la invitación melosa. En este minuto te declara la guerra, en el
minuto que sigue te declara el amor. Mezcla los conceptos sin demasiado tino.
Sin darse cuenta, ha llegado a acusar a la oposición de seguir una de las
grandes consignas maoístas: “Agudizar las contradicciones”. Cree que la
realidad es una conspiración. Quiere convencernos de que el fracaso del
gobierno es una forma de heroísmo. Se define como revolucionario y de
izquierda, pero termina proponiendo soluciones mágico-religiosas para enfrentar
la crisis. El futuro depende de Dios. “Derecha” es su palabra multiusos. Se
contradice a tal velocidad que es casi imposible seguirlo. Maduro no practica
la coherencia ni en defensa propia.
También es cierto que, del otro
lado, la oposición no tiene un relato alternativo. Durante mucho tiempo, la
unidad parecía ser su mejor mensaje. Ahora es una abstracción o una adivinanza.
No se puede enfrentar este vacío por Twitter, haciendo chistecitos sobre el
Capitán Garfio. Tampoco se puede seguir insistiendo en la prédica de La Salida.
Es ilógico. Exigir la renuncia de Maduro no es un programa político, no es un
proyecto de país. Tampoco parece tener asidero real entre la gente. Ya casi
parece un empeño caprichoso, desvinculado de las angustias de los sectores
populares. Es una propuesta que, además, se sitúa en el contexto simbólico que
le conviene al gobierno. Pedir la renuncia de Maduro es seguir luchando contra
Chávez, es continuar enganchados en contra de su última voluntad. Forma parte
de la misma aspiración que tiene el oficialismo: vivir de la memoria. Que
Chávez vuelva a ganar las elecciones este año.
Obviamente, la oposición tiene
desventajas trágicas. Sus líderes han sido invisibilizados o encarcelados. El
control mediático del gobierno es impúdico. Han convertido el silencio en una
forma de violencia institucional. Maduro no tiene coherencia, tampoco ofrece
ahora una narrativa verosímil frente a la crisis, pero tiene las pantallas y
los altavoces. Y tiene el Estado y las instituciones y los militares. Tiene
hasta una barra capaz de aplaudirle todo, incluso sus traiciones.
Después de mucha danza, en el
discurso presidencial de este miércoles finalmente logré pescar un mensaje
claro. Maduro le mandó una señal directa al cártel de los dolarizados, a la
élite roja rojita, a la casta que tiene acceso a las divisas a un precio
ridículo. No se preocupen. No se angustien. A cuenta del pueblo y de la
pobreza, van a poder mantener sus privilegios, van a continuar enriqueciéndose.
La fiesta sigue. Al menos para la banda 6,30, la fiesta sigue.
Por: Alberto Barrera Tyszka
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