Robin Williams, en “La sociedad de los poetas muertos”, popularizó esta vieja expresión latina que quiere decir algo así como “aprovecha el día”. El día, emblema de la vida: cada mañana se nace con la esperanza de un mundo por construir y se muere de a poco cada noche.
Los días de los hombres son limitados y breves. Si hacemos una equivalencia entre un año de los nuestros y la historia del cosmos, estamos a instantes de la medianoche del 31 de diciembre, ya las campanas de la iglesia están sonando y Colón hace apenas 3 segundos que descubrió América. Esta certeza angustia, pero también tranquiliza. Como ven, a este le queda poco; en cierto sentido puede decirse que ya se fue; también nosotros. Perder esta fugaz oportunidad que nos brinda la eternidad de estar aquí amargando la vida de la gente, asesinando inocentes, destruyendo países que podrían ser florecientes y robándose el dinero de hospitales que tendrían que salvar vidas preciosas es un absurdo de proporciones intergalácticas. Con razón decía Einstein que solo conocía dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y del primero tenía dudas.
Hemos venido al mundo a ser felices. Cuando uno contempla las catedrales, los partenones, las cariátides y todas esas maravillosas “eternidades” que el hombre ha construido para olvidar lo efímeros que somos, que pasaremos todos como Cartago “que con fuego y con sal borró el latino”, cae en cuenta de que la única manera de trascender es en aquello en que uno invierte estos brevísimos instantes, en hacer de nuestras vidas algo extraordinario. La poderosa obra continúa -nos diría Mr. Keating- y a cada uno le toca hacer un verso de este infinito poema que es la humanidad. Si tu decisión fue construir tu vida como un corrupto o un tirano, si te envileciste al punto de olvidar que eres parte de esta obra de arte que es el ser humano, por muchos yates que hayas tenido en tu brevísima vida y muchos carros de marca y muchos Rolex, serás un mal recuerdo por toda la eternidad y eso nadie podrá cambiarlo. Pero si fuiste Mandela, Pasteur, Jacinto Convit o Robins Williams, serás eternamente una maravilla mientras exista la memoria humana, aunque no hayas ganado medio, aunque tus trajes no hayan sido de marca, aunque no tengas un Porsche. Ser mala gente, aunque no nos demos cuenta, encandilados como estamos por la aparente importancia de lo efímero, es un pésimo negocio de cara a lo que verdaderamente importa, que -como diría El Principito-, es invisible a los ojos.Los días de los hombres son limitados y breves. Si hacemos una equivalencia entre un año de los nuestros y la historia del cosmos, estamos a instantes de la medianoche del 31 de diciembre, ya las campanas de la iglesia están sonando y Colón hace apenas 3 segundos que descubrió América. Esta certeza angustia, pero también tranquiliza. Como ven, a este le queda poco; en cierto sentido puede decirse que ya se fue; también nosotros. Perder esta fugaz oportunidad que nos brinda la eternidad de estar aquí amargando la vida de la gente, asesinando inocentes, destruyendo países que podrían ser florecientes y robándose el dinero de hospitales que tendrían que salvar vidas preciosas es un absurdo de proporciones intergalácticas. Con razón decía Einstein que solo conocía dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana; y del primero tenía dudas.
La muerte de Robin Williams nos conmueve hondamente, porque uno siempre cree que alguien que es capaz de dar tanta felicidad a los otros tiene que ser muy feliz. Son muy comunes las historias de la tristeza profunda de los que hacen reír. Juan de Dios Peza dio cuenta de ello en su poema “Reír llorando” al relatarnos la angustia de Garrik: “cuántos hay que, cansados de la vida, enfermos de pesar, muertos de tedio, hacen reír como el actor suicida, sin encontrar para su mal remedio”.
Creo en el humorismo como en una suerte de redención. Los que hacen reír se echan encima las penas del ser humano, como hizo Jesús con nuestros pecados, para salvar al mundo, para que la humanidad sienta que hay esperanza, que se puede construir una vida mejor, de respeto, de justicia, de bondad. Transforman las penas en risas, pero se quedan con una tristeza interior que no se va. Quién sabe qué profunda tristeza, qué inconmensurable dolor acompañó a Robin Williams en su última hora. Todos hubiéramos querido estar junto a él, encontrar la palabra precisa de alivio y decirle, como le decimos ahora, lo grandiosa que fue su vida, la hermosa manera como nos hizo felices, como nos ayudó a pensar y aprovechar el día para esta ardua tarea de mantener viva la esperanza. Robin Williams concluyó su verso y le quedó hermoso. Thank you, ¡oh captain, my captain!, por este fugaz y luminoso instante de tu existencia y por hacer de este mundo un mejor lugar para vivir. Ve ahora a tu cielo particular, a ese lugar donde todas las demás bellezas palidecen y disfruta para siempre de la serena paz y de la eternidad que tu hermosa alma merece.
Por Laureano Marquez
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