Los hechos son aparentemente
simples: el domingo 23 de noviembre, un
pequeño grupo de manifestantes enmascarados cerró la avenida Francisco
de Miranda frente a la Plaza Altamira de Caracas, espacio público donde se venía
celebrando desde hacía una semana el Festival de la Lectura de Chacao. Frente a
la inmediata aparición de la Guardia Nacional, el alcalde de Chacao y los
organizadores de la feria decidieron desalojar al público para protegerlo.
La justificación aparente de la
manifestación y del cierre fue protestar contra la prolongada prisión de
estudiantes y otras personas detenidas por su participación en las protestas
del primer trimestre de este año. Y si seguimos con lo aparente, no tiene nada
de particular que un grupo de personas quiera protestar con una reivindicación
muy justa como es la liberación de detenidos por ejercer su derecho a la
protesta. Pero como no todo es apariencia, es necesario ir más allá de ella.
Para algunos grupos de opinión y
acción política, hacer un festival de lectura en la Plaza Altamira es una
transgresión simbólica de varios tabúes: en primer lugar, la plaza ha sido
desde hace mucho tiempo el epicentro de las protestas más radicales de
oposición, así como el escenario donde cayeron algunas de las primeras víctimas
de las protestas a manos de las bandas armadas del gobierno; ese espacio ha
adquirido para algunos un carácter de monumento conmemorativo, y por lo tanto
de espacio sagrado que no debe ser profanado por actividades menos dignas que
la protesta y el sacrificio de la propia vida. En segundo lugar, la plaza fue
también el escenario donde se dieron algunos de los mayores y más durables
enfrentamientos de las protestas de este año; y finalmente, fue precisamente a
causa de esas protestas que el festival, que debió celebrarse en abril, tuvo
que ser suspendido.
La celebración del festival
significaba así un cierre simbólico de aquel ciclo de protestas y el
reconocimiento explícito de un “regreso a la normalidad” que parece moralmente
inaceptable a un cierto número de ciudadanos. No es que el festival sea la
causa de este regreso a la normalidad, sino todo lo contrario, es una
consecuencia del mismo, pero su celebración significa, para quienes no terminan
de aceptar que ese ciclo de protestas se agotó, ahondar la herida que
produjeron las expectativas frustradas.
Retomar el festival significaba
también un triunfo o al menos una ratificación de la política del alcalde Ramón
Muchacho durante las protestas de este año, reticente a identificarse con sus
fines y métodos y crítico de las desviaciones que muchas veces las afectaron.
Para algunos de quienes apoyaron las protestas, la actitud del alcalde rayaba
en la “traición” en la medida en que no puso los recursos de la alcaldía ni su
respaldo personal al servicio de la estrategia impulsada por los grupos más
radicales, sino más bien trató de disuadir a los manifestantes para que, al
menos, cambiaran sus métodos.
En un primer momento, no se
trataba de un debate sobre las estrategias políticas de la oposición, ya que la
realización o no de un programa cultural sólo tiene una relación muy lejana con
los problemas reales de acumulación de fuerzas, organización, articulación
entre partidos y organizaciones civiles, estrategias electorales y no
electorales para avanzar, etc.
Se trataba, para los
manifestantes y quienes los apoyaban, de la sensación de que era “inmoral” o
“indigno” desarrollar una actividad “normal” de la alcaldía siendo que todavía
permanecen presos o enjuiciados más de un centenar de quienes protestaron
recientemente. El problema de esta actitud es que el festival no es la única
actividad “normal” que se hace hoy en día en Venezuela, a pesar del descontento
o la indignación que muchos podamos sentir por la forma en que se maneja el
país. Incluso aquellos a quienes más disgusta el festival no sólo han
continuado trabajando y haciendo otras cosas necesarias para la supervivencia,
como hacer colas en los mercados, sino también actividades optativas como leer,
ir al cine, hacer alguna actividad creativa, visitar a sus amigos, viajar u
otras semejantes. Por lo tanto, ¿cómo hacer para seleccionar, entre tantas
actividades culturales, como la apertura de una exposición, la presentación de
un festival de cine o el montaje de una obra de teatro, cuáles son morales y
dignas y cuáles no? Si me siento en un banco de la plaza a conversar, ¿Estoy
siendo inconsecuente con los presos políticos que no pueden hacerlo? ¿No
debería estar protestando incesantemente hasta que los liberen? Responder a
estas preguntas nos pone frente a la evaluación de nuestra propia conducta: si
criticamos al alcalde y a quienes van al festival porque han olvidado a los
presos y se distraen con actividades culturales, ¿Estamos nosotros mismos al abrigo
de esa crítica?
Pero el hecho de que la
indignación de algunos se haya centrado sobre el festival obedece a que
alrededor de él han cristalizado, como sobre un “significante flotante” al
estilo de Laclau, un conjunto de tensiones y conflictos que atraviesan a la
población opositora venezolana y a sus expresiones organizadas.
Si se considera que no es digno
tolerar ni un minuto más la situación de violencia, escasez, inflación y
opresión que se vive (por más que todavía haya un sector importante de la población
que parece dispuesta a tolerarla o ignorarla), cada día que pase sin que “la
gente” salga a la calle a protestar o a derribar al gobierno es un golpe a esa
dignidad que se quiere defender, incluyendo la propia. Se produce entonces una
especie de disonancia cognitiva, en la cual nuestro sentimiento de la propia
dignidad tropieza con la realidad de la impotencia del esfuerzo individual y
grupal para “salir de esto” con la urgencia que la moral y esa misma dignidad
exigen. Y esta tensión, que se produce como una lucha interna en la persona
opositora, también se produce en y entre las organizaciones que pretenden
expresar a este sector de la población. Los meses de febrero y marzo de 2014
exacerbaron la contradicción entre quienes impulsaron y creyeron en una
resolución rápida de la tensión y aquellos que, considerándose más realistas,
insistieron en transitar los caminos grises y poco gloriosos de lo
institucional y electoral. La contradicción se resolvió, en los hechos
políticos, en favor de estos últimos, no porque esos caminos hayan sido
especialmente fecundos, sino porque la protesta se fue agotando sin lograr los
grandes objetivos de corto plazo que se planteó.
Sin embargo, las interpretaciones
sobre este fracaso han profundizado las divergencias entre esos grupos, ya que
ambos se culpan mutuamente de los resultados: para quienes impulsaron “la
calle” el fracaso se debe a la “traición” de la dirigencia de la MUD, que
aceptó dialogar con el gobierno cuando este estaba “contra la pared”, mientras
que para los partidos mayores de esa organización la protesta representó un
retroceso porque ni siquiera logró la incorporación mayoritaria de la población
opositora y contribuyó involuntariamente con la estrategia oficialista de
satanización de este sector.
Esta división de perspectivas,
aunque hasta ahora no ha resultado en una división formal de la MUD ni en un
abandono de la estrategia institucional, encontró en el anuncio de la
realización del festival un nuevo terreno de batalla. Algunos grupos no sólo criticaron
ese anuncio, sino que se adelantaron a ocupar parte del territorio de la plaza
con recordatorios simbólicos de su carácter sagrado: colocaron fotografías de
los estudiantes presos, cruces y lápidas evocadoras de las víctimas de la
violencia política, así como carteles alusivos a ellos, en zonas de la plaza
que serían recorridas por los visitantes del festival, como para recordarles
que el lugar donde ellos venían a una actividad de esparcimiento era en
realidad un santuario para las víctimas del gobierno opresor, y que su
presencia con esa intención frívola era una especie de profanación, en la
medida en que despojaba a la plaza de su carácter heroico y propicio al
martirio.
Durante la primera semana pareció
que esta discreta presencia de la protesta, totalmente respetada por los
organizadores, iba a ser la única expresión del cisma opositor, mientras que
las actividades conexas a la venta de libros, como foros y presentaciones de
autores, casi invariablemente identificados con la oposición, se desarrollaron
con toda normalidad.
La protesta del domingo 23 rompió
la “ilusión de armonía” entre las dos posiciones, no tanto por los hechos
mismos ocurridos en y alrededor de la plaza, sino por el intenso debate que se
produjo de inmediato en los medios sociales. Algunos autores e intelectuales
conocidos (ni hace falta decirlo, todos de oposición) hicieron saber su
molestia contra quienes protestaban, considerando que su gesto era una agresión
contra la cultura que poco perjudicaba al gobierno; otros defendieron la
acción, considerando que había sido necesaria para despertar la conciencia
adormecida de la gente y recordarles la existencia de los presos políticos.
Pero en los textos de ambos bandos el debate desbordó rápidamente desde la
situación inicial hasta el enfrentamiento entre estrategias que ha signado a la
oposición venezolana en los últimos meses.
Un acontecimiento que en
cualquier otra sociedad habría sido rutinario y normal, la competencia por la
atención del público entre una feria de libros y una pequeña manifestación de
protesta, se transformó en la tensa y polarizada Caracas de hoy en un síntoma
del malestar de la sociedad y, especialmente, el de la oposición. Twitter (y en
menor medida Facebook) se convirtieron en campos de batalla entre partidarios
de la feria y de la manifestación, en los cuales lo que se discutía realmente
no eran los hechos, sino las estrategias y tácticas de la oposición.
Lamentablemente, quizás por el
carácter de los medios en los que se desarrolló, propicio para el ataque
anónimo y la palabra irreflexiva, el debate no alcanzó (con pocas excepciones),
un mínimo nivel de profundidad ni de intento de comprender las posiciones del
antagonista. En lugar de reflexionar sobre las posibles razones legítimas que
podría tener uno u otro grupo para defender sus opciones, rápidamente se
formaron las trincheras inamovibles que hemos visto en otros debates opositores
recientes: el insulto sustituyó a los argumentos y la sordera al diálogo, para
gran regocijo de los oficialistas que miraban desde la otra orilla.
Si creyéramos lo expresado por
muchos participantes en el debate, la oposición venezolana estaría compuesta de
dos bandos igualmente detestables: por un lado, un pequeño grupo de
irresponsables que insiste en desarrollar acciones aisladas y divisionistas, sin
efecto alguno sobre la población todavía chavista que se quiere conquistar; y
por el otro, unas cúpulas partidistas empeñadas en desmovilizar a la población
para mantener su contubernio con el gobierno, que les depara ventajas
materiales y políticas.
Sin embargo, ese espejo
deformante que son las redes sociales nos puede estar haciendo sobreestimar lo
que no fue más que un incidente muy local y limitado, si lo ponemos en la
perspectiva de los inmensos problemas del país y de las tareas que enfrenta una
oposición cada día más acorralada en lo económico, mediático y político por un
gobierno que, paradójicamente, sufre también de una disminución aguda de su
capacidad para manejar la complejidad de la crisis.
En el fondo, se trata de un
dilema entre dos formas de concebir el compromiso ético por la defensa de los
fines comunes de la oposición, dilema que suele presentarse en muchos
movimientos opositores a regímenes autoritarios: para algunos, lo que
consideran como una opresión intolerable exige una respuesta inmediata,
heroica, sacrificial e indiferente a las consideraciones del realismo político,
al que consideran sospechoso de cobardía o traición; mientras que para otros,
la racionalidad de la estrategia debe evitar la contaminación de la acción
política por la emoción, y por lo tanto tratan de controlar o evitar al máximo
cualquier acción espontánea que se desvíe del plan a largo plazo. En ambas
posturas existe el riesgo de confundir el método con el fin, la táctica con la
estrategia; sin emociones que enciendan el impulso a la acción, la mejor
estrategia puede dar paso a la complacencia y el acomodo con el adversario.
Pero sin una estrategia que logre canalizarlo, ese impulso termina por agotarse
ante las sucesivas derrotas. El breve y casi insignificante incidente de la
Plaza Altamira quizás ha sido una oportunidad, hasta ahora no aprovechada, de
dialogar dentro de la oposición para tratar de encontrar, conjuntamente, el
equilibrio entre ambos extremos.
Por Fernando Mires
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