“Conseguí jabones y algunos
juguetes para el niño”, le contaba una mujer venezolana a otra en el aeropuerto
de Tocumen en Panamá. A sus pies, una valija de mano parecía a punto de
explotar de tan repleta y la señora enumeraba todo lo que llevaba de vuelta a
su país. La conversación me recordó a mis propios compatriotas que retornan a
la Isla con el equipaje abarrotado de productos, que incluyen desde pasta
dental hasta agujas para coser.
En una situación de carencias,
los seres humanos terminamos pareciéndonos a esas “hormigas cortadoras de
hojas” que son capaces de llevarse parte del bosque a su hormiguero. Pero esa
tarea de buscar a toda costa lo que nos falta nos encierra también en un ciclo
de obsesiones, donde comprar huevos, adquirir leche o localizar el mercado en
el que han sacado papel sanitario consumirá la mayor parte de nuestro tiempo y
energías. Quedamos atrapados entonces en un bucle de sobrevivencia, en el que
apenas podemos ocuparnos de ejercer nuestro papel de ciudadanos.
No obstante, siempre habrá
algunos que quieran explicar las penurias a su manera. Como una analista
oficial, que hace unos días abordaba en la televisión cubana el
desabastecimiento de productos básicos en Venezuela. En opinión de la señora,
la culpa de las carestías recae sobre un sector que acapara o deja de importar
mercancías para provocar el caos social. En su discurso, los “ricos malos”
dificultaban que los “pobres buenos” pusieran un plato de comida sobre la mesa.
Un esquema argumental tan ridículo que me quedé a escucharla como si de un
espacio humorístico se tratara.
La parcializada analista era una
alumna aventajada de la escuela del castrismo, en la que también se formaron
Hugo Chávez y Nicolás Maduro, y donde aprendieron que mantener en el discurso
político una constante alusión al enemigo quizás no sirva para apaciguar el
ardor del hambre en el estómago, pero al menos mantiene entretenidos a los
necesitados. Una política de la fanfarria, donde siempre son los otros quienes
hacen mal las cosas y boicotean al Gobierno, que dice ser el blanco de ataques
llegados desde todos lados.
Lo cierto es que las largas filas
a las afueras de los mercados no son un bulo mediático ni una exageración de
los medios de prensa independientes venezolanos, sino una realidad que se extiende
por su territorio. La harina falta para todos y la inestabilidad económica no
conoce de clases sociales ni distingue ideologías, aunque la corrupción y un
extenso entramado de privilegios otorguen un mayor respiro material a quienes
estén más cerca del poder. En esas circunstancias se reduce a los individuos a
su condición de consumidores desesperados, una situación que desemboca en una
sociedad más controlable y una ciudadanía menos pendiente de la escena
política.
Como en un espejo deformado, los
cubanos vemos reflejados nuestros peores momentos en los venezolanos. Si antes
podíamos decir con orgullo que compartíamos cultura, lengua y hasta proximidad
geográfica, ahora nos parecemos en cuestiones de las que nadie querría
vanagloriarse. Nariz con nariz nos observamos, para descubrir esta semejanza
aquí, aquella mala copia allá.
Ambos somos pueblos que han
aprendido a esperar, hacer largas colas, llevar la bolsa bajo el brazo y cazar
al vuelo los rumores de la reaparición de algún producto. El equipaje que
chequeamos en los aeropuertos del mundo va cargado con las mismas cosas y
repleto de las mismas ansiedades ante las privaciones. Cuando nos escuchamos
hablar ya es difícil distinguir si estamos en La Habana o en Caracas, si
aguardamos a las afueras de un mercado en Maracaibo o en Santiago de Cuba.
¿Somos ellos o ellos son nosotros?
Por Yoani Sánchez
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