sábado, 16 de mayo de 2015

CONOCIMIENTO “DE OÍDAS”

Decía Nicolás Maquiavelo en El Príncipe –y para sorpresa de muchos estudiosos o especialistas en la ciencia política, habituados como están a interpretar su agudo pensamiento exclusivamente como el de uno de los fundadores de la teoría política moderna, pero en ningún caso como el del precursor de una de las más firmes y potentes filosofías críticas e históricas, de inobjetable estirpe ontológica– que existen tres géneros de conocimiento: el primero, observa Maquiavelo, es aquel que “entiende por sí mismo”; el segundo es el que “discierne lo que otros entienden”; y el tercero es el que “no entiende ni por sí ni por otros”.


El Príncipe, como se sabe, es una obra escrita en 1513, como resultado de la difícil experiencia vivida por su autor durante los años de la República de Florencia, en pleno Renacimiento italiano. Años que, sin duda, le permitieron ponderar muy de cerca las ideas y los valores de los hombres bajo ciertas y determinadas condiciones de vida y, particularmente, en relación con el poder político, social y cultural, del cual pudo extraer principios fundmentales de conocimiento que, en buena medida, siguen vigentes, aquí y ahora. Algunos años más tarde, uno de sus mayores admiradores escribió, en 1659, un Tratado de la reforma del entendimiento. Era holandés, aunque de origen ibérico. Se llamaba Baruch Spinoza. Sobre él ha dicho Hegel que “ser spinozista es el punto de partida esencial de toda filosofía”. Y fue precisamente Spinoza quien, tanto en el citado Tratado como en la Ética, recuperó, ordenó y desarrolló, para la conciencia filosófica, la sutil y genial distinción de los “tres géneros de conocimiento” apenas intuida por Maquiavelo en El Príncipe.

En efecto, dice Spinoza: “Hay un conocimiento que adquirimos de oídas o por medio de cualquier signo de los llamados convencionales”. A este tipo de conocimiento –que en Maquiavelo corresponde al tercer género– Spinoza agregará el que se adquiere “por experiencia vaga”, es decir, que “ocurre por casualidad”. Pero, al igual que en El Príncipe, el segundo tipo de conocimiento es aquel en el que “la esencia de una cosa se infiere de otra”. El tercer tipo es el conocimiento –el primer género, para Maquiavelo– es aquel en el que “la cosa es conocida solo por su esencia”.

Las sociedades crecen, prosperan y se desarrollan cuando son capaces de cultivar su espíritu. En la medida que los habitantes de una determinada sociedad van dejando detrás de sí sus prejuicios y son capaces de propiciar las condiciones necesarias para el estudio, la investigación, la creatividad, la promoción de las artes, en fin, para dar libre tránsito al pensamiento, en esa misma medida se transforman en personas de bien y, a consecuencia de ello, en amantes de la libertad. El orden de las ideas es idéntico con el orden de las cosas, decía Spinoza. Una sociedad mayoritariamente constituida por personas que no entienden ni por sí ni por otros, es una sociedad que solo está en capacidad de garantizar sus propios resentimientos, sus miserias, sus tristezas, su violencia, su mayor pobreza material y espiritual y, lo que quizá sea aún más significativo: el hecho de sentirse “gozoso” de su propia esclavitud.

En un determinado momento de su historia contemporánea, la población venezolana se ubicó en las muy concretas “condiciones objetivas” de dar el “salto cualitativo”, desde el spinoziano primer grado del conocimiento a, por lo menos, el segundo. Profesionales y técnicos, formados en sólidas y prestigiosas instituciones educativas, fueron poblando el escenario social del país de un modo acelerado y sostenido, como nunca antes. De pronto, con su esfuerzo, agilidad mental y deseos de crecer, los venezolanos se hicieron bilingües, profundizaron en las más diversas creaciones de la “ratio” técnica, se colocaron “a la altura de su tiempo” e ingresaron a la gran cosmópolis de la vida civil, en todas sus instancias: las ciencias, las artes, la tecnología, entre otras. El mérito tomó ventaja frente a la insolvencia del compadrazgo decimonónico. La riqueza se hizo patente. Y todo ello motivaría el cambio de su anterior visión “criolla” del mundo, es decir, modificaría sus gustos, necesidades y apetencias, para devenir perfil de “ciudadanos del mundo”, plenos de libertades, sin dejar por ello de sentir un profundo apego por la querida “tierra de gracia”. Pero la historia cambia, no es fija. Y no siempre se viaja en ella de menor a mayor, de cero a uno. Sobre todo, si no se han sentado convenientemente las bases para la siembra del llamado por Spinoza “tercer género de conocimiento”, eso que denominaba la “ciencia intuitiva”, en su Ética.

Lo cierto es que el “conocimiento de oídas” se ha convertido, por lo menos durante los últimos quince años, en el conocimiento característico de la gruesa mayoría de la población. El antiguo locus de los técnicos y profesionales ha sido suplantado por el prejuicio o la pre-suposición que ama huir de toda posible inteligencia. Reos de malvivientes por “arriba” y por “abajo”, el país asiste al “pranato” como modelo de ser y pensar. La calle es el barrio, a ritmo de reguetón y estruendo motorizado. La casa es el refugio, la cárcel autoimpuesta. Las universidades son concebidas como extrañas e innaturales, en una sociedad que ha hecho suya la agresión al otro como algo “natural”, como norma de ser. Es la real imposición del “todos contra todos” y del “sálvese quien pueda”. Pero, además, los peligros del mero “conocimiento de oídas” no terminan ahí. La sustitución de las costumbres porta nuevos significados y significantes. Los códigos de la civilidad han desaparecido progresivamente para rendir tributo a la ignorancia y la violencia desatadas como modo característico de “vida” y “verdad”. El “rumor” y el “miedo” han llegado a traspasar sus propios límites, al punto de convertirse en “categorías trascendentales” de comprensión. La irracionalidad del fascismo no tiene un rostro exclusivo, mucho menos si logra hacerse mestizo.

El conocimiento de “oídas” es la puerta de entrada a la peor de las formas de servilismo: la propia. Concebirse a sí mismo en la impotencia de la “igualdad por abajo”; asumir el resentimiento y la venganza como expresiones del más autóctono “ser venezolano”; autoconformarse con “lo que hay”; aprovecharse del otro; aspirar a ganar más dando el mínimo; esperar que la solución venga siempre “desde arriba”; concebirse no como sujeto sino como objeto que “debe ser” empujado por “órdenes superiores”; sentir el orgullo de no estar preparado, de no formarse, de no ser mejor, de no crecer internamente, de conformarse con las colas para obtener lo necesario y poder así sobre-llevar el propio destino: son estos solo algunos de los elementos esenciales del “legado” de un pueblo que marcha directo a la deriva, que ha sido inducido a transmutar la exigencia de su formación cultural y de su libertad por el “bachaqueo” y la opresión. Cuestiones, diría Spinoza, de “mera casualidad”.


Por: José Rafael Herrera

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