Decía Nicolás Maquiavelo en El
Príncipe –y para sorpresa de muchos estudiosos o especialistas en la ciencia política, habituados como están
a interpretar su agudo pensamiento exclusivamente como el de uno de los
fundadores de la teoría política moderna, pero en ningún caso como el del precursor
de una de las más firmes y potentes filosofías críticas e históricas, de
inobjetable estirpe ontológica– que existen tres géneros de conocimiento: el
primero, observa Maquiavelo, es aquel que “entiende por sí mismo”; el segundo
es el que “discierne lo que otros entienden”; y el tercero es el que “no
entiende ni por sí ni por otros”.
El Príncipe, como se sabe, es una
obra escrita en 1513, como resultado de la difícil experiencia vivida por su
autor durante los años de la República de Florencia, en pleno Renacimiento
italiano. Años que, sin duda, le permitieron ponderar muy de cerca las ideas y
los valores de los hombres bajo ciertas y determinadas condiciones de vida y,
particularmente, en relación con el poder político, social y cultural, del cual
pudo extraer principios fundmentales de conocimiento que, en buena medida,
siguen vigentes, aquí y ahora. Algunos años más tarde, uno de sus mayores
admiradores escribió, en 1659, un Tratado de la reforma del entendimiento. Era
holandés, aunque de origen ibérico. Se llamaba Baruch Spinoza. Sobre él ha
dicho Hegel que “ser spinozista es el punto de partida esencial de toda
filosofía”. Y fue precisamente Spinoza quien, tanto en el citado Tratado como
en la Ética, recuperó, ordenó y desarrolló, para la conciencia filosófica, la
sutil y genial distinción de los “tres géneros de conocimiento” apenas intuida
por Maquiavelo en El Príncipe.
En efecto, dice Spinoza: “Hay un
conocimiento que adquirimos de oídas o por medio de cualquier signo de los
llamados convencionales”. A este tipo de conocimiento –que en Maquiavelo
corresponde al tercer género– Spinoza agregará el que se adquiere “por experiencia
vaga”, es decir, que “ocurre por casualidad”. Pero, al igual que en El
Príncipe, el segundo tipo de conocimiento es aquel en el que “la esencia de una
cosa se infiere de otra”. El tercer tipo es el conocimiento –el primer género,
para Maquiavelo– es aquel en el que “la cosa es conocida solo por su esencia”.
Las sociedades crecen, prosperan
y se desarrollan cuando son capaces de cultivar su espíritu. En la medida que
los habitantes de una determinada sociedad van dejando detrás de sí sus
prejuicios y son capaces de propiciar las condiciones necesarias para el
estudio, la investigación, la creatividad, la promoción de las artes, en fin,
para dar libre tránsito al pensamiento, en esa misma medida se transforman en
personas de bien y, a consecuencia de ello, en amantes de la libertad. El orden
de las ideas es idéntico con el orden de las cosas, decía Spinoza. Una sociedad
mayoritariamente constituida por personas que no entienden ni por sí ni por
otros, es una sociedad que solo está en capacidad de garantizar sus propios
resentimientos, sus miserias, sus tristezas, su violencia, su mayor pobreza
material y espiritual y, lo que quizá sea aún más significativo: el hecho de
sentirse “gozoso” de su propia esclavitud.
En un determinado momento de su
historia contemporánea, la población venezolana se ubicó en las muy concretas
“condiciones objetivas” de dar el “salto cualitativo”, desde el spinoziano
primer grado del conocimiento a, por lo menos, el segundo. Profesionales y
técnicos, formados en sólidas y prestigiosas instituciones educativas, fueron
poblando el escenario social del país de un modo acelerado y sostenido, como
nunca antes. De pronto, con su esfuerzo, agilidad mental y deseos de crecer,
los venezolanos se hicieron bilingües, profundizaron en las más diversas
creaciones de la “ratio” técnica, se colocaron “a la altura de su tiempo” e
ingresaron a la gran cosmópolis de la vida civil, en todas sus instancias: las
ciencias, las artes, la tecnología, entre otras. El mérito tomó ventaja frente
a la insolvencia del compadrazgo decimonónico. La riqueza se hizo patente. Y
todo ello motivaría el cambio de su anterior visión “criolla” del mundo, es
decir, modificaría sus gustos, necesidades y apetencias, para devenir perfil de
“ciudadanos del mundo”, plenos de libertades, sin dejar por ello de sentir un
profundo apego por la querida “tierra de gracia”. Pero la historia cambia, no
es fija. Y no siempre se viaja en ella de menor a mayor, de cero a uno. Sobre
todo, si no se han sentado convenientemente las bases para la siembra del
llamado por Spinoza “tercer género de conocimiento”, eso que denominaba la
“ciencia intuitiva”, en su Ética.
Lo cierto es que el “conocimiento
de oídas” se ha convertido, por lo menos durante los últimos quince años, en el
conocimiento característico de la gruesa mayoría de la población. El antiguo
locus de los técnicos y profesionales ha sido suplantado por el prejuicio o la
pre-suposición que ama huir de toda posible inteligencia. Reos de malvivientes
por “arriba” y por “abajo”, el país asiste al “pranato” como modelo de ser y
pensar. La calle es el barrio, a ritmo de reguetón y estruendo motorizado. La
casa es el refugio, la cárcel autoimpuesta. Las universidades son concebidas
como extrañas e innaturales, en una sociedad que ha hecho suya la agresión al
otro como algo “natural”, como norma de ser. Es la real imposición del “todos
contra todos” y del “sálvese quien pueda”. Pero, además, los peligros del mero
“conocimiento de oídas” no terminan ahí. La sustitución de las costumbres porta
nuevos significados y significantes. Los códigos de la civilidad han
desaparecido progresivamente para rendir tributo a la ignorancia y la violencia
desatadas como modo característico de “vida” y “verdad”. El “rumor” y el
“miedo” han llegado a traspasar sus propios límites, al punto de convertirse en
“categorías trascendentales” de comprensión. La irracionalidad del fascismo no
tiene un rostro exclusivo, mucho menos si logra hacerse mestizo.
El conocimiento de “oídas” es la
puerta de entrada a la peor de las formas de servilismo: la propia. Concebirse
a sí mismo en la impotencia de la “igualdad por abajo”; asumir el resentimiento
y la venganza como expresiones del más autóctono “ser venezolano”;
autoconformarse con “lo que hay”; aprovecharse del otro; aspirar a ganar más
dando el mínimo; esperar que la solución venga siempre “desde arriba”;
concebirse no como sujeto sino como objeto que “debe ser” empujado por “órdenes
superiores”; sentir el orgullo de no estar preparado, de no formarse, de no ser
mejor, de no crecer internamente, de conformarse con las colas para obtener lo
necesario y poder así sobre-llevar el propio destino: son estos solo algunos de
los elementos esenciales del “legado” de un pueblo que marcha directo a la
deriva, que ha sido inducido a transmutar la exigencia de su formación cultural
y de su libertad por el “bachaqueo” y la opresión. Cuestiones, diría Spinoza,
de “mera casualidad”.
Por: José Rafael Herrera
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por participar en esta página.
@Mivzlaheroica