La próxima función del circo
itinerante de la OEA será en Panamá. El gobierno de ese país ha hecho un gran
esfuerzo por tener la fiesta en paz, pero no es seguro que lo consiga. La vicepresidente
y canciller, Isabel Saint Malo, que ha montado la carpa, tiene experiencia y es
una persona seria y competente, pero no puede hacer milagros.
El número clave será el abrazo
entre Barack Obama y Raúl Castro. Poco antes, tal vez el lunes 6 de abril, se
anunciaría que Estados Unidos y Cuba elevan sus relaciones diplomáticas a la
categoría de embajadas. Se trata de un fenómeno simbólico más que real. Hasta
ahora, y durante cuarenta años, han sido “oficinas de intereses”. Es cuestión
de cambiar los letreros y desempolvar los trajes de etiqueta.
Previo al encuentro, se divulgará
una encuesta rigurosa realizada dentro de la isla. Raúl preferiría que la
ocultaran. El gobierno cubano y el sistema comunista salen muy malparados. Casi
nadie los quiere. Obama, en cambio, y su esfuerzo por enterrar el hacha de la
guerra, tienen el respaldo casi total de los cubanos. Las expectativas son
tremendas. El pueblo desea y espera prosperidad y libertades.
Obama está decidido a
“normalizar” las relaciones con la dictadura castrista. Cree que ese será su
legado diplomático. Tal vez, supone, puede lograr algo positivo en Cuba tras
tantos fracasos en el Oriente Medio o en Ucrania. Para lograrlo, vuelve a la
tradición de mantener buenos vínculos con las tiranías, como hacía Estados
Unidos con Trujillo, Somoza o Stroessner, sin renunciar al discurso de la
libertad.
No obstante, ni siquiera es
coherente esa expresión ambivalente de cinismo. Hace pocas fechas, Obama
denunció a Venezuela como una amenaza para la seguridad norteamericana, algo
que es cierto, pero, simultáneamente, trata de reconciliarse con Raúl Castro,
el ventrílocuo de Nicolás Maduro y quien le elabora y suministra la papilla
subversiva con que lo alimentan todas las mañanas. Es como castigar al chico
travieso y premiar a la nana que lo induce al mal comportamiento.
Pero lo más grave es que Estados
Unidos ha latinoamericanizado su política exterior. Improvisa, no se sabe muy
bien qué pretende, y desconcierta a amigos y adversarios. Al paso que vamos, el
mundo que Obama dejará en enero de 2017, cuando abandone la presidencia, será
infinitamente más incierto y riesgoso que el que recibió en 2009.
Washington, por primera vez desde
el fin de la Segunda Guerra Mundial, carece de un marco de referencia teórico
que le permita trazar objetivos de corto, medio y largo plazo, y dictar medidas
de gobierno para tratar de alcanzarlos. Da palos de ciego.
Se supone que la finalidad de la
política exterior de las democracias es defender los ideales e intereses
generales de la sociedad a la que se sirve, con el objetivo de lograr que
prevalezca el tipo de gobierno y de organización económica libremente
seleccionado por sus ciudadanos.
Ello implica identificar y
mantener a raya a los enemigos, privilegiar a los amigos y juntarlos para armar
la defensa común. A Estados Unidos, y a casi todo el mundo, le conviene que
haya paz, que las personas sean libres, que el comercio sea intenso para que
aumente la prosperidad colectiva, y que se respeten los derechos humanos.
¿Cuáles son los principales
enemigos naturales de esos objetivos? Por supuesto, el terrorismo, la
corrupción que pudre a los gobiernos, las mafias del crimen organizado, y las
potencias que vulneran el orden internacional y tratan de enfrentar a los
países latinoamericanos con Estados Unidos y con Europa.
Es obvio que los regímenes de
países del llamado socialismo del siglo XXI, más el de Argentina, que les baila
el agua, son los adversarios de los ideales republicanos, del mercado, y del
sistema de libertades occidentales. Es evidente que los petrodólares chavistas,
aunque Caracas se haya arruinado en el esfuerzo, han servido para instalar
gobernantes que luego se pasean del brazo con los iraníes protectores de
Hezbolá o con los rusos que intentan convertir al Caribe nuevamente en una
plataforma militar antinorteamericana.
Si América Latina fuera tuviera
la capacidad de formular una política exterior coherente y en consonancia con
sus valores e intereses –cosa que nunca ha hecho–, en lugar de establecer
relaciones peligrosas con Irán, o de invitar a la Rusia de Putin a jugar a las
provocaciones en el vecindario americano, irresponsabilidad que solo puede
traerle desgracias al hemisferio, estaría haciendo exactamente lo contrario.
No es así. En 1948 Truman impulsó
la creación de la OEA para defender a las Américas del espasmo imperial de los
soviéticos. En 2014, es un organismo capturado por el chavismo a fuerza de
petrodólares, dominado por los enemigos de la democracia y de la libertad
económica, en el que mandan los cómplices de las narcoguerrillas de las FARC, aliados
a los islamoterroristas que viajan por el mundo con pasaportes venezolanos
impresos en Cuba (173 descubiertos hasta ahora).
Estados Unidos, que era la única
fuerza capaz de crear una diplomacia coherente y enrolar en ella a América
Latina, a fuerza de vacilaciones ha perdido el músculo de la iniciativa. No le
interesa y no sabe qué hacer. Ese es el dato más evidente que trasciende de
este triste circo que se inaugura en Panamá. Hay muchos más enanos y payasos
que leones.
Por Carlos Alberto Montaner/@CarlosAMontaner
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