Salvador y Manuela ni sospechan
que sus padres han tenido que pedir dinero en la calle para alimentarlos.
Salvador tiene dos años y medio de vida. Su hermana, un año menos. No, sus
padres no son indigentes. Son estudiantes venezolanos que viven en España para
realizar una Maestría en Criminalística. Pero se quedaron sin divisas.
A finales del año 2014 los
estudiantes venezolanos residentes en el exterior encontraron en su bandeja de
correo una información escalofriante. El Cencoex (antiguo Cadivi), ente oficial
encargado de otorgar las divisas para pagar sus estudios, les notificó que sus
recursos no serían aprobados.
Debajo de la hojarasca verbal
latía la sentencia: no tenemos más dólares para ustedes. Una multitud de
estudiantes fue arrojada al limbo económico. El efecto de la medida ha sido
devastador.
Mónica, la madre de los niños,
dice que hasta se le acabaron las lágrimas.
Miguel Angel, el padre, da los detalles: “Ya no pudimos pagar más la
universidad, el seguro médico, ni los servicios básicos. Estamos hasta el
cuello de deudas. Para pagar la renta de
febrero tuve que vender mi laptop y mi celular. Para pagar marzo vendimos la
cuna de mi hija y su ropa usada. El dueño del apartamento me dice que aún no me
ha botado por los niños”. Este itinerario de la humillación lo cuentan con
miedo. “Tememos las represalias por habernos atrevido a alzar la voz. Ya mi
familia ha sido objeto de amenazas”, remata Miguel Angel. Salvador y Manuela,
sus hijos, aún no entienden lo que pasa a su alrededor. Menos mal. No merecen
ser salpicados por la indolencia de la revolución bolivariana.
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Son más de 25 mil estudiantes
venezolanos en el mundo. Diez mil de ellos en los Estados Unidos. Cuatro mil en
la tierra de Cervantes. El resto esparcido por Europa y Latinoamérica. Se
estima que 80% está a la deriva. Sin dinero para continuar sus estudios.
Parecen náufragos. Sobrevivientes en proceso.
Estudiantes que salieron del país
a ser mejores, a formarse académicamente, a profesionalizar su vocación. No
pidieron becas ni dádivas. Iban a pagar sus estudios con sus propios recursos.
Pero estamos en un país extraño. No somos libres para disponer del dinero
propio a nuestro antojo y albedrío. El socialismo construyó una alcabala para
controlar nuestras divisas. El tema exhibe ribetes de agravio superlativo
cuando hablamos de educación. Según la lluvia de testimonios, la realidad ha
alcanzado cotas de drama y crisis humanitaria.
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Andrea Balzan intentaba un Master
en Dirección y Planificación de Turismo. El Cencoex ha hecho que su maestría se
convierta vaya paradoja en un doloroso turismo laboral: lavar platos en una
cafetería, cuidar a una señora mayor, pasar horas en la calle entregando
volantes bajo el frío invernal.
“Con lo que te pagan, te da a
duras penas para comer tres días”, precisa. Ya fue dada de baja en la
universidad por incumplimiento de pago. Un sueño en escombros. Otros
estudiantes han tenido más suerte en sus universidades. Les amplían el lapso de
espera, hacen eventos benéficos, son compasivos. Ya saben de la situación
venezolana. Tratan de no apagarles el último bombillo en la sala de espera.
Son miles los estudiantes que
están a punto de perder su estatus migratorio y, peor aún, su carrera, su
tiempo invertido, su dinero. Andan aferrados a ese hilo cada vez más delgado
que algunos llaman esperanza.
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Una estudiante me confiesa que
tuvo que vender las dos últimas prendas de oro de su madre para alimentarse.
Algunos han tenido que pasar noches en el Metro de Madrid, dormir en un
McDonald’s, recibir el año en una plaza pública. El inventario es abrumador:
ser desalojado de tu casa, vivir de la caridad de amigos y desconocidos, ir a
centros de acopio de ropa, vender lo que tengas en Venezuela para intentar
resistir, chequear el correo cada media hora esperando la reconsideración del
Cencoex, buscar trabajos ilegales, ser rechazado por estar sobrecalificado,
recibir una miseria por ser extranjero, limpiar baños, lavar carros, pedir
ayuda en las calles.
Mendicidad en unos casos, temple
en todos, dignidad en muchos, agobio y entereza en partes iguales. Más de una
muchacha ha llegado a decir que lo único que le falta es prostituirse. La
desesperación tiene muchos rostros.
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Le han escrito cartas a Insulza,
a Maduro, al director del Cencoex, al Defensor del Pueblo. Este último habla de
solicitudes fraudulentas (aquí alude al ya antiguo caso de los cursos de
idiomas en Colegios de Irlanda, caso ya cerrado, por cierto), jura que mediará,
que instalará comisiones de enlace. Juega con las cifras. Dice que son sólo 18
mil estudiantes. Que 83% lo que hace es
estudiar idiomas (¿Los 4 mil estudiantes venezolanos que residen en España
estarán tratando de aprender el idioma?). Que 60% no vuelve al país. En fin,
habla como un fiscal que investiga a una red de delincuentes. Su tono es tan
enfático que se vuelve sesgado, tendencioso.
Una vez más, Tarek William Saab
demuestra su vehemencia para defender al gobierno, no precisamente al pueblo.
Porque los estudiantes también son pueblo, ¿o no?
Mientras tanto, la crisis está
allí. Los estudiantes se han organizado, han protestado por las redes, han procurado
todas las formas posibles para exponer el abandono en el que están. Se sienten
varados. Anclados. Olvidados.
Estudiantes que, sin querer, han
arruinado a sus padres por tratar de cubrir sus gastos con el excesivo dólar
negro. Estudiantes que no tienen cómo comprar el pasaje de regreso. ¿Se merecen
tanta humillación unos ciudadanos que sólo aspiran a cultivarse académicamente?
Vale insistir: el dinero que esperan no es del gobierno. Son sus ahorros, sus
bienes. Pero así es el socialismo venezolano. Así de irresponsable.
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El letal artículo 8 de la
Providencia 116 del Cencoex establece que el otorgamiento de divisas está
sujeto a la disponibilidad del Banco Central de Venezuela y a las prioridades
que establezca el gobierno venezolano. Ya hemos visto que una carta de Maduro en
The New York Times es prioridad. Una campaña multimillonaria para recoger 10
millones de firmas contra Obama también. O una ostentosa fiesta en Madrid para
celebrar los logros de la revolución. Pero la salud hospitalaria no es
prioridad. Ni la inseguridad.
Y, por supuesto, tampoco la
educación. Aquí la única prioridad es el poder.
Mantener el poder a como de
lugar.
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Laura Díaz tiene apenas 23 años
de edad, los estudios interrumpidos y una deuda de 30 mil dólares: “Vendimos
los cuatro corotos que teníamos, la cama, la televisión, y una mesa que
habíamos encontrado en la basura. Pasamos de estudiar en una de las mejores
universidades del mundo a limpiar los carros de otras personas. Nos arruinaron
la vida emocionalmente y, patrimonialmente, nos dejaron en la calle”.
Yenai Avendaño es la coordinadora
de los estudiantes de la Universidad de Texas. Destila rabia: “Hemos sido
víctimas del escarnio y la descalificación. Hemos tenido que ahogar nuestras
frustraciones agrupándonos y exigiendo una respuesta. La respuesta ha llegado
pero con sarcasmo, cinismo y con el firme propósito de anular la importancia
que un estudiante tiene para un país en vías de desarrollo”.
Esta penuria colectiva viene
antecedida por “la más dura experiencia de senderismo que jamás me pude
imaginar”. Así resume en una frase Irene Trequattrini, una odontóloga que
aplicó para un Master en Murcia, España.
Alude al vía crucis del papeleo
para estudiar en el exterior. Legalizar y apostillar títulos, notas, programas
de estudio, colas en la siniestra madrugada caraqueña a las puertas del
Ministerio de Relaciones Interiores y la Cancillería, esperar la carta de
aceptación, pedir la aprobación de divisas, comprar el boleto aéreo (aquí cabe
una carcajada o un insulto, da igual), demostrar que se tiene suficiente dinero
para costear los estudios en el exterior y un etcétera fatigante. Casi siempre
los estudiantes terminan viajando sin aún recibir las divisas. Casi nunca las
reciben a tiempo. Comienzan a endeudarse con la universidad, con el casero, con
la vida. Vertiginosamente.
A la travesía se le agrega ahora
la funesta disposición del artículo 8. Las divisas ya no van a llegar. Piden
reconsideración. Esperan. Preguntan. El Cencoex los ubica en un estatus que
llaman “EA” (En Análisis), durante meses, y así van corriendo la arruga de su
negligencia, mientras los estudiantes llegan al borde de sus posibilidades.
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Hablo con Laura Ortiz. Representa
a los estudiantes venezolanos en Barcelona: “No sé si aguante más, no puedo
concentrarme en los estudios, es insoportable esta situación”. Aun así, es la
depositaria de las angustias de los estudiantes de su comarca. La llaman a cada
hora. Piden su consejo, su asesoría, su optimismo. Le dicen: “Me van a sacar
del piso, Laura, ¿qué hago?”; “dónde puedo buscar comida el lunes, Laura”; “nos
han convocado a la escuela para que expliquemos por qué dormimos los cuatro en
una habitación”; “se me enfermó el chamo de lechina y la seguridad social no me
atiende”; “no podemos usar la calefacción porque la luz es cara, así que
debemos pasar frío”; “salgo a vender cuchillos de colores todo el día y nadie
me compra, qué frustrante, yo un administrador de empresa”; “me dijeron en la
universidad que si no pago, que no vuelva, Laura”; “me puse en la puerta del Consulado
de Venezuela a pedir dinero porque no podía asumir la enfermedad de mi hija”.
Se le caen los ejemplos de la
boca. Me habla de sus lunes en colas para buscar la comida que le dan en un
Banco de Alimentación. De la degradación.
Y, entonces, se le quiebra la
voz. Nos callamos los dos. Baja la mirada. No puede más. Pero tendrá que poder.
Porque el resto de los estudiantes confía en ella, en su temple. Igual que en
el de Carlos Moreno quien, desde Utah, es el coordinador general de la
Organización de Estudiantes Venezolanos en el Exterior: “Tengo 1 año y 5 meses
buscando respuestas, no solo para mí, sino para los más de 20 mil estudiantes
que están igual o peor que yo”. El mismo afán lo tiene Henrry Narveiz, el
coordinador de los estudiantes residentes en España y quien no admite hundirse
en la derrota.
Todos esperan que algo ocurra.
Que el gobierno venezolano asuma su compromiso. Que dejen de ser los olvidados.
Mientras tanto, la indignación no
cabe en el idioma.
Por Leonardo Padrón/@Leonardo_Padron
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