En Venezuela, desde los sucesos
del 11 de abril, que terminaran por entregarle el control supremo del Estado a
la tiranía castrista y la sumisión plena de Hugo Chávez a Fidel Castro, en
rigor y tras toda formalidad aparente todas las elecciones han sido fraudulentas.
A Julio Borges, Henrique Capriles y Teodoro Petkoff
El nazismo vivió dos momentos
antinómicos respecto a su valoración de los procesos electorales y la función
que cumplían en el contexto del parlamentarismo liberal: frontalmente crítica y
utilitaria desde el Putsch de la cervecería, en noviembre de 1923 hasta el 30
de enero de 1933; apologética e incondicional a partir del 31 de enero de 1933.
Las consideró tramposas, intrínsecamente injustas e inmanentes al liberalismo
dominante, que fijaba las reglas, para convertirlas al día siguiente del asalto
al Poder, en la más cabal expresión de la voluntad popular: la voz del pueblo,
siempre y cuando de manera directa, asamblearia, a mano alzada y a cara
descubierta. Del rechazo a una guillotina privada en manos del sistema liberal
a un clamor plebiscitario en manos del nacional socialismo.
Quien mejor expresaría el rechazo
a los mecanismos electorales a los que consideraba trampas caza bobos de
conservadores, liberales y católicos de centro, fue el gran constitucionalista
alemán Carl Schmitt. Para quien, bajo las normas del liberalismo, toda
auténtica equidad estaba descartada en esencia cuando la oposición, sin Poder,
se enfrentaba al oficialismo, con todo el Poder en sus manos. La clave de ese
rechazo: la inequidad esencial entre detentores y adversarios del Poder. Y
según el cual, el ganador de los últimos procesos electorales contaba con una
ventaja de todo orden, que conspiraba contra el cambio y garantizaba la
preservación del sistema: poder institucional, poder político y poder
económico.
No se trataba, como lo explicita
de manera deslumbrante el abogado del nazismo en uno de sus mejores alegatos,
de mero oportunismo: la falsedad de los procesos electorales bajo el régimen
democrático liberal hacía a su esencia.
Lo público, la teología política de la meta individualidad y del colectivismo
de la sangre, la tierra y la raza – o la clase proletaria en la concepción marxista
- a la que apuntaba la concepción revolucionaria del nacional socialismo,
rechazaba categóricamente la privatización de lo público, la hegemonía de lo
individual, la subsunción del destino colectivo a un momento específicamente
individual, subjetivo. Exactamente como el colectivismo comunista. Por ello, el
solo hecho de encerrarse un individuo en una caseta aislada para comunicarse
privada, secretamente con la voluntad general del Estado negaba la esencia de
lo político, del espacio público. Votar, para ser auténtica expresión del
pueblo y de la raza originaria, debía cumplirse a la intemperie: ser un
juramento cósmico frente a los dioses del Walhalla, el panteón de los
Nibelungos. Como las asambleas multitudinarias de los alemanes de la suástica
en la explanada de Núremberg, bajo las banderas, los estandartes y los pendones
rojinegros de la Raza Aria. Un monumental espectáculo público, totémico,
originario en que el individuo se fundía
en la raza, la sangre, la tierra. El individuo, el sujeto, sólo podía
trascender a la esfera de lo público renunciando a toda singularidad, a toda
particularidad, para fundirse en lo colectivo. De allí el odio primigenio del
colectivo primordial – la raza aria - a lo distinto, cualquiera fuera el medio
de la diferenciación: cultura, etnia, religión, lenguaje. De allí la guerra a
muerte a las disidencias más específicas y notorias: eslavos, gitanos, judíos.
No es su rabioso antiliberalismo
el que sufre un vuelco a partir del fracaso del golpe de Estado que intentara
en noviembre de 1923 y sus dos años de cárcel: es su comprensión del papel que
la lucha electoral podría cumplir en su ascenso al Poder. Contrariando la
teoría leninista del asalto al Poder mediante un simple golpe de audacia, comprendió que ante una sociedad compleja,
como la alemana – Gramsci llegaría a la misma conclusión en su estadía en la
cárcel - debía competir por el control de la Hegemonía política, difundir la
cultura nazi, arrinconar a los partidos del sistema y entrar por la mínima rendija
que le abrieran las elecciones al vestíbulo del Poder. Lo demás sería coser y
cantar. A garrotazos. Guerra de trincheras.
“En un Estado moderno” – escribió
desde la cárcel de Bamberg en 1925 – “no se conquista el Poder luchando contra,
sino con el Estado”. Primero había que conquistar el Estado. Mediante
elecciones. Y luego, disponiendo del favor de sus instituciones y atropellando
la Constitución, vaciarlo de toda institucionalidad democrática y como quien
cambia un puente de ferrocarril sin interrumpir su tránsito, ir desmontando
paso a paso y tan rápida y profundamente como fuera posible, todo el andamiaje
democrático-burgués, todo vestigio de liberalismo. Transitar, de esa forma, del
Estado liberal de Derecho al Estado total, como lo llamara Mussolini. Era el
nacimiento del totalitarismo en Occidente.
Con una particularidad que, para
inmensa desgracia de los liberales alemanes de derecha y del centro, incluso de
la izquierda socialista y comunista, desalojados del Poder ese 30 de enero de
1933 jamás comprenderían: ese proceso de desalojo y copamiento no es
reversible, es unidireccional, sólo funciona en dirección al totalitarismo. La
derrota y desaparición de un Estado Totalitario sólo puede producirse mediante
la violencia extrema, como la Guerra contra el fascismo alemán, o mediante la
auto implosión por desgaste e incapacidad y crisis endógena, como en el caso de
la Unión Soviética. El caso de Cuba y Corea del Norte es patético: sus
regímenes podrán sobrevivir tanto como les permita el haberse habituado a
vegetar en la más extrema indigencia. Dictaduras como la de Pinochet son de
otro jaez: son dictaduras parciales, inmanentes al sistema, no cuestionan sus
fundamentos. Antes bien, surgen para salvarlos, como en los orígenes de la
institución de la dictadura por el senado romano, las de Cincinato. Duran
mientras son imprescindibles. Luego desaparecen dando paso a la normalidad.
En cuanto los nazi ingresaron al
Poder convocados por Hindenburg comenzaron la faena de demolición, acelerada un
mes después gracias al inducido o cosechado incendio del Reichstag. En un año
el Estado de Weimar era una ruina sobre la que se había erigido, con gigantesca
fuerza, en gloria y majestad, el Estado
del Tercer Reich. Sólo faltaba la tragedia, consumada doce años después, en
1945: Alemania hecha ruinas, por y en manos de los aliados.
Todo lo que las elecciones podían
dar de sí, lo dieron. Reblandecer al sistema de dominación, ganar la calle,
acorralar al establecimiento y asaltar el Poder. Tuvieron que pasar sesenta
años para que ese mismo proceso volviera a tomar cuerpo, guardando las debidas
distancias, con el golpe de Estado de Chávez y sus comandantes y el ascenso al
Poder siete años después: empujaron la democracia venezolana a la crisis,
fueron amnistiados, aceptaron el juego electoral y entraron a saco a la
institucionalidad democrática en 1999. Luego de lo cual hicieron exactamente lo
que Carl Schmitt tanto le criticara al sistema electoral burgués: apropiarse de
los mecanismos electorales, amasarlos a su antojo, semejanza y conveniencia y
abusar tanto como les fuera necesario para arrinconar a la oposición y
condenarla a la absoluta impotencia. O compartía el juego o desaparecía. El
voto o la vida.
Dobles han sido las ventajas del
juego electoral bajo las coordenadas antiliberales del chavismo cívico militar:
maniatar a la oposición ungiéndola al yugo electoral y amputarle sus fueros
constitucionales, por una parte. Y obtener la legitimación internacional,
crédula respecto de la pulcritud y legalidad de dichos procesos y alienada
hasta la médula en la creencia de que la realización de elecciones, poco
importa su verdad real, constituye la clave definitoria de un sistema
democrático. En ambas perversas faenas, la oposición venezolana sirvió de
aliada, cómplice y alcahuete. Por razones difíciles de entender, y más
difíciles de explicar. Salvo que se comprenda la imbricación ideológico
cultural de los socialismos venezolanos de toda suerte con el chavismo caudillesco
y militarista. Con el cual le une un subcutáneo cordón umbilical.
En Venezuela, desde los sucesos
del 11 de abril, que terminaran por entregarle el control supremo del Estado a
la tiranía castrista y la sumisión plena de Hugo Chávez a Fidel Castro, en
rigor todas las elecciones han sido fraudulentas. Comenzando por la descarada, ilegal y abusiva
inflación del REP a partir del 2003 mediante la nacionalización a destajo de
extranjeros reales o imaginarios, la compra masiva de conciencias mediante una
gigantesca inversión de recursos ordenados por la ingeniería de dominio de
especialistas cubanos y el paquete de misiones puestos en práctica a la carrera
y a extremos irrisorios, hasta la redistribución de los circuitos siguiendo
criterios capaces de entregar mayorías a destajos: el viejo, manoseado y
siempre eficiente “gerrymandering”. Todo lo cual bajo un proceso de
automatización que ha permitido la manipulación total de resultados, ante el
descarado empleo de los medios y poderes del Estado para controlar las
asistencia de votantes, la amenazas de castigos y el chantaje indisimulado a
los sectores populares más débiles de la población. Y la marginación absoluta
de la oposición en su proceso interno de totalización, conteo y revisión.
Nada de todo esto hubiera podido
llevarse a la práctica sin la anuencia implícita o explícita de aquellos
sectores de la oposición, que no consideraban un delito dotar a los millones de
indocumentados de una nacionalización ad hoc, insólita disposición de la que
existen suficientes testimonios. Del mismo tenor y por los mismos personajes
que consideraron no ser un delito en absoluto que el candidato a la presidencia
a la muerte de Chávez no hubiera nacido en Venezuela. Asunto que consideraron
intrascendente. Son quienes consideran que la Constitución es de goma: a gusto
de las necesidades de la circunstancia. Prêt a
porter. Los mismos que aceptaron convertir un referéndum revocatorio en
un plebiscito, torciendo la esencia del artículo 72 de la Constitución,
toleraron su postergación durante todo un año, contra las mismas disposiciones
de ese violado artículo constitucional, acataron la repetición de la
recaudación de firmas por motivos fútiles, no alzaron la voz cuando el CNE dio
los resultados que le convenían al régimen y entraron en el demoníaco juego de
la gallinita ciega en que Jorge Rodríguez y su combo convirtieran los procesos
electorales desde entonces.
Hay una pegunta que jamás nunca
nos será respondida: ¿por qué ese amplio, mediáticamente mayoritario y poderoso
sector de opinión que ha servido nolens volens de cómplice en todo ese perverso
proceso de control político y social aceptó las reglas de un juego electoral
intrínsecamente tramposo y vil? No tengo la respuesta. Dios quiera que no nos
vayamos de este mundo sin encontrarla.
Antonio Sánchez García @sangarccs
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