Nada más distante de los valores
constitutivos de la cultura occidental que el fascismo. De hecho, la ideología
fascista se sustenta en el mito de un supuesto reencuentro ancestral, de un
“regreso sin retorno” a “los orígenes naturales”, a los “verdaderos principios”
autóctonos, “puros” y “divinos”, que caracterizan a un determinado pueblo,
eliminando de él todos aquellos rasgos de “contaminación” que lo han pervertido
y “desviado” de sus “auténticas” virtudes, de sus más primitivos sentimientos.
Occidente es, en cambio, sinónimo de mestizaje, de diversidad, de irreverente
diferencia. Mezcla de las más variadas etnias y culturas que hacen crecer y
con-crecer, sin complejos ni prejuicios, el flujo indetenible de la creación en
función del cambio incesante. No hay naturaleza estática, ni culto a la muerte,
ni “santones” iluminados, ni dogma o superchería que lo amordace. Hay, en
cambio, el reto continuo a los elementos. Es el tú y yo –el nosotros– con los
dioses. Ulises desafiando al destino, la historia como hazaña de la libertad.
No hay piedras ni monumentos para devotos. Es Heráclito de Éfeso, el llamado
Skoteinós –el oscuro–, porque Occidente se funda sobre la base del Logos: nada
menos que sobre el semoviente lodazal –hirviente– del devenir de un río de
fuego. Sapere Aude, diría Kant.
El fascismo es, en este sentido,
un canto al dogma, una plegaria a la sin-razón o, más específicamente, y como
lo denominaba Georg Lukács, su único objetivo consiste en el desprecio y la
consecuente destrucción de la razón, sustituyéndola por un voluntarismo ciego y
por acciones “heróicas”, tales como la expropiación de industrias y comercios o
los asaltos de “el pueblo organizado” –en realidad, lumpen, pleno de odio y
resentimiento sembrados– contra la ciudadanía, a la que concibe como “el
enemigo”. La “economía” controlada, al servicio del “pueblo”. El Estado
sometido bajo la tutela de un caudillo que lo personifica, un autócrata que lo
encarna. La “patria” son “las víctimas” que, ahora, pueden cobrar venganza y
desatar la violencia a fin de defender los “sagrados intereses” del régimen. La
llamada “tercera vía” fascista es, pues, el enemigo que decreta “la guerra a
muerte” contra el liberalismo y el marxismo clásico: no el de Stalin ni el de
Mao, sino el de Karl Marx, ese filósofo alemán, crítico y de clara formación
occidental, discípulo de Hegel y de Feuerbach, lector de Saint Simon y Fourier,
de Adam Smith y David Ricardo, amante de Shakespeare y Goethe, que admiraba la
América sin esclavos de Lincoln.
Maquiavelo es uno de esos
filósofos que, más allá de los prejuicios y de las acusaciones infundadas, todo
lector inteligente tiene la obligación de conocer en detalle. Un sargentón
fascista, por ejemplo, no es, en realidad, un “maquiavélico”. Es, a lo sumo,
una vergüenza. Maquiavelo le queda muy grande. Maquiavelo es el arquitecto del
Estado moderno, occidental. Al describir el “gobierno del Turco” parece
caracterizar los supuestos sobre los cuales se funda el Estado fascista. El
“turco”, en efecto, es muy difícil de derrocar, porque él es la encarnación
misma del Estado, su luz, su guía, en fin, el “elegido”. Por encima de él solo
está el altísimo, a quien representa. Por debajo de él solo hay sátrapas y
sirvientes, tropa, un sumiso rebaño presto a la ciega obediencia. Y sin
embargo, afirma Maquiavelo, si “el gran timonel” llegase a desaparecer,
entonces el Estado, construido a su imagen y semejanza, queda a la deriva,
perdido, sin espacio ni tiempo. Solo “su hijo” podría sucederlo. Solo así el
mito del Estado encarnado cobraría nuevas fuerzas, nuevos bríos.
La propaganda es, en estos
menesteres sucesorales, una pieza clave, de lujo. Es necesario convencer a las
mayorías, en primer lugar, de que el tal sucesor, así no sea en realidad hijo
del finado tirano, es su hijo legítimo, el auténtico. Pero, además, y en caso
de que la satrapía, como suele suceder, se haya aprovechado de la maquinaria
estatal para enriquecerse groseramente y corromper el espíritu de las mayorías
a costa de su propia miseria, y, más aún, que el sucesor no presente las
condiciones mínimas para justificar esa extraña conversión del Estado en un
vulgar negocio ilícito, entonces conviene convencer a las masas de que,
curiosamente, y a pesar de haberse muerto, “el Turco” –¡oh, milagro!– vive. En
síntesis, “el Turco” murió, efectivamente. Pero hay que mantenerlo vivo a toda
costa, porque solo así “el negocio” de la satrapía puede seguir prosperando.
Maquiavelo era, ciertamente, un pensador genial.
Nada hay más parecido al fascismo
que un cartel. La propaganda de guerra hace el resto. Son de Joseph Goebbels
estas palabras: “Hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la
escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y hacer, incluso,
que nuestros simpatizantes se lo repitan en todo momento”. Y así como las
mafias –los fascis– han ido con mucha perspicacia incursionando
fenomenológicamente de un negocio a otro, del aceite de oliva al tabaco, del
tabaco al ron y al whisky y del whisky al narcotráfico, a objeto de mantener su
vigencia en el tiempo, del mismo modo los regímenes fascistas, a lo largo de
sus más diversas metamorfosis históricas, han sabido bien reconocer en las
organizaciones gansteriles a sus aliados naturales. El historiador Paul Veyne
asegura que una vez caída en desgracia la República romana, el Imperio que la
sucedió fue adquiriendo, para desdicha de Occidente, la estructura de una gran
mafia. Bajo esas condiciones solo el clientelismo de los más débiles permitía
su supervivencia. El fraude, la corrupción, la estafa, el robo, la violencia,
se transformaron pronto en “el pan nuestro de cada día”. Las injusticias, los
crímenes, la venganza personal, en resumen, la “ley del más fuerte”, prevaleció
en esa suerte de Estado despótico, hecho a la imagen y semejanza de los Estados
orientales.
o es por mera casualidad que la
más reciente figura del fascismo, el narco-fascismo, vuelva sus ojos hacia
algunas regiones de la actual composición del mundo oriental. El “gran
negocio”, en nuestro tiempo, no solo está acabando con el futuro de miles de
vidas. Por si fuese poco, parece estar destinado a plagar de barbarie, miseria
e ignorancia a todo un continente que, hasta hace pocos años era considerado
como una auténtica Tierra de Gracia.
Por: Jose Rafael Herrera.
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