Yo he dejado mi país dos veces,
la primera fué con mi esposo, vinimos a
estudiar y regresamos. La segunda fué
sin él, me divorcié. Quería empezar y lo hice.
Llevo años tratando de encontrar
el camino que me lleve de vuelta y no lo encuentro, cada vez se vuelve más
complicado. Venezuela siempre era destino, mi hogar. Alli me retiraría junto a
mi familia, mis amigos y mi historia.
Cuando somos grandes nos volvemos
simples y cada vez queremos menos cosas y más afectos. Por eso no entiendo
cuando las agencias inmobiliarias, hambrientas de los ahorros de los “abuelos”,
insisten en ofrecer un paraiso fuera de casa: Panama, Costa Rica, Mexico,
figuran entre los destinos. “Compre, múdese, disfrute de un verano sin fin,
donde su vida será una vacación eterna y sin impuestos”: -dicen las promociones-.
Lo que no dicen esos anuncios,
que venden un paraiso en el extranjero, es que estar de vacaciones es una cosa
y la vida de todos los dias es otra.
En el día a día necesitamos ser
parte de algo, pertenecer, disfrutar de los logros propios, los de la familia y
el de los amigos.
Mi hermana mayor, ayer me llamó
llorando, se sentía sóla, hace seis meses dejó Venezuela. “Allá , me dice, lo tenía todo, aunque no se
consiguen medicinas, ni alimentos, donde
cortan el agua y la luz y la han
robado dos veces.
Está aquí con dos hijos y un par
de nietos, allá dejó su otra mitad, sus
otros hijos y nietos, los hermanos, los sobrinos, sus amigas, su calle y sus
vecinos, allá se quedó la cotidianidad y la vida.
Parece que ese es el destino de
nosotros los inmigrantes vivir así, como
la canción: con el corazón partio, no porque estamos buscando el paraiso
para nuestro retiro, sino por pura
necesidad.
Por: Leda Santodomingo.
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