Porque nada tenía que exhibir
como obra de la revolución, el comandante “para siempre” se aferró a un
discurso basado en el desconocimiento de los logros democráticos,
despachándolos como aberraciones de lo que llamaba, peyorativamente, cuarta
república (con minúsculas, para afirmar la supuesta superioridad moral de su
Reich escarlata) y se llenaba la boca hablando de un inexistente Estado de
Derecho, al cual no era ni podía ser adepto un hombre que pretendió gobernar de
facto, enlodando el uniforme y la condición de oficial que le suministró la
democracia.
Mucho se criticó el “dispara
primero y averiguar después” con que Rómulo Betancourt dio un ultimátum a la
izquierda insurreccional que –por si no se acuerda se lo recordamos al lector–
asaltaba bancos, asesinaba policías y soldados rasos para hacerse con sus armas
y participó en tres levantamientos golpistas con saldo de centenares de muertos
y millares de heridos.
Sí, mucho se criticó a Rómulo,
pero nadie se atrevió a reconocer que el guatireño, además de ser víctima de un
intento (real, no fingido ni farolero) de magnicidio, sí tuvo que combatir en
una guerra alentada –con pertrechos, fondos y entrenamiento de Fidel Castro y
financiada por partidos comunistas europeos, especialmente el italiano y,
lógicamente el soviético– lo que establece una diferencia del cielo a la tierra
con la bobalicona y fantasiosa “guerra económica” que forma parte de la
cantinela de los quejicas del PSUV.
Ahora, los golpes de pecho se han
materializado en un ominoso parapeto legal que otorga a los militares
venezolanos licencia para matar sin tener que dar mayores explicaciones. En
efecto, la resolución N° 008610 del Ministerio de la Defensa, aparecida en la
Gaceta Oficial N° 40.589 de fecha 27 de enero de 2015, regula la actuación de
la FANB en funciones de control del orden público, la paz social y la
convivencia ciudadana en reuniones públicas y manifestaciones.
Esta disposición, que pone la
vida del ciudadano a merced de las huestes del general Padrino, –y escribimos:
no tropas, porque mediante el comentado instrumento legal el ejército se
convierte en una falange institucionalizada–, ha sido recibida con alarma por
la sociedad civil que ve en ella un paso más para la conversión de Venezuela en
un campo de concentración.
De más está decir que semejante
dislate normativo violenta, como es costumbre por parte del gobierno, casi todo
el articulado del capítulo III de la Constitución vigente y, tácitamente,
instaura un estado de excepción permanente al permitir el uso de armas mortales
para frenar futuras protestas, sin importar cuán pacíficas sean.
Razón tienen quienes sostienen
que esta medida debe ser vista como una estentórea patada de ahogado, pero
también como una advertencia a la oposición para que se inhiba de expresar su
inconformidad con los males que azotan al país (inflación, escasez, represión,
delincuencia, etc.). Se trata, pues, de un ¡Ojo pela’o que te tengo en la mira!
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