Problemas los habrá siempre.
Problemas graves, también. Idealizar un país sin grandes problemas es perder el
tiempo. Pero eso es una cosa y otra es un país agobiado, despedazado, moribundo
por una vorágine de viejos y nuevos problemas, muchos de los cuales han surgido
de imposiciones desde el poder, extrañas a la manera de ser política de los
venezolanos, y en especial a su cultura democrática.
Venezuela no tendría por qué
estar padeciendo esta megacrisis, y no tendría por qué seguir padeciéndola. La
alternativa no es un país de puras maravillas, que solo existe en la ideología,
la ignorancia o el fanatismo. La alternativa posible, y también deseable, es la
de un país normal, con un Estado de Derecho básico o funcional, con un gobierno
que por ello mismo no puede hacer lo que le da la gana.
Con una economía en la que haya
libertad de iniciativa y emprendimiento. Sin escasez generalizada ni colas para
todo. Sin la carestía, la penuria y la explosión de violencia criminal que
caracteriza a esta Venezuela. Una sociedad que valore la convivencia y la
búsqueda de la seguridad, y sobre todo la lucha por la justicia, la igualdad,
la superación de la pobreza, que se van alcanzando y manteniendo solo si el
Estado, la economía y la sociedad se esfuerzan para combinar sus fuerzas y no
para querellarse en nombre de falsas revoluciones, que, además, solo sirven de
mampara para el despotismo y la depredación.
Un país normal que tenga una
democracia con elecciones confiables. Con poderes públicos que no estén
subordinados a un caudillo o a un “comando político-militar de la revolución”.
Con gobernadores y alcaldes que tengan autonomía de acción. Una democracia en
los términos de la Constitución de 1999, que sin duda necesita de algunas
reformas para limitar los mandatos de los gobernantes y reconstruir la
estructura institucional del Estado.
Un país normal en el que no se
fomente el odio, la división y la polarización desde el poder establecido. En
el que ese poder no promueva bandas armadas para intimidar y controlar a la
población. En el que las Fuerzas Armadas cumplan su papel constitucional, y en
el que el orden público y la seguridad ciudadana sean prioridades de las
autoridades y la sociedad civil, sin importar la orientación partidista. En el
que no haya perseguidos, presos y exiliados políticos.
Un país normal que estimule
sistemas de educación pública y privada; que no los limite, acose o los trate
de alinear a una partisanía político-ideológica. Que facilite la
descentralización de los servicios de salud, de transporte público, de deporte,
de vivienda, de programas y misiones sociales. Que aproveche a sus técnicos y
expertos para concebir obras públicas grandes, medianas y pequeñas que mejoren
la calidad de vida de las personas, las familias, las comunidades, la nación.
Un país normal, con una economía
abierta, con interés de los inversionistas extranjeros en traer sus capitales,
con leyes claras que no se puedan cambiar un día sí y otro también, con un
diálogo permanente entre el Estado, los trabajadores, los empresarios y los
consumidores. Con conflictos de muy variada índole, sin duda, pero con
capacidad de manejarlos sin que termine imperando la violencia y la devastación
de los derechos.
Un país normal con una industria
petrolera y energética que no sea un botín sino una palanca de desarrollo.
Manejada profesionalmente y no como una seccional de partido o tribu. Con un
buen sistema de socios foráneos y con la posibilidad de una amplia
participación de los venezolanos.
Un país normal donde no impere la
censura ni la autocensura. Donde el periodismo independiente no sea una
profesión de alto riesgo. Donde no haya una cultura oficial o canónica, y una
marginalizada. Donde la promoción de la identidad venezolana, de verdad, sin
caricaturas, sea la meta de la estrategia comunicacional, tecnológica y
creativa del país.
Un país normal es un país sin
ínfulas de potencia mundial o de salvar al planeta. Es un país que no le tiene
piquiña a la globalización sino que la aprovecha para sus legítimos intereses.
Es un país donde la gente no se quiere ir al exterior. Un país que le puede
ofrecer un presente y un futuro humano, digno, a su población. Nada que ver con
un país perfecto, que eso no existe ni existirá nunca. Pero tampoco que ver con
un país que se cae a pedazos como esta, nuestra patria venerada.
Tener un país normal no es una
esperanza extravagante. No es una aspiración anormal. No es pedir demasiado. Ni
siquiera es pedir mucho. Es nuestro derecho. Y por lo tanto es nuestro deber
luchar para alcanzarlo.
Por: Fernando Luis Egaña
flegana@gmail.com
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